Contra la escritura hegemónica

Sara García Pereda*

Sara García Pereda analiza, siempre en tono autoconsciente, las limitaciones de su propia labor escritural a partir de la escasez de referentes que logren salir del sistema (la escritura hegemónica). ¿Cómo ir más allá de una  manic-pixie-dream-girl, la joven loquita que muestra el camino al prota masculino, cuando tu ideal ha venido marcado por estos personajes, tan falsarios como idealizados? Quizá la respuesta venga de abrazar tus propias limitaciones.

En su libro Guión inclusivo para cine y televisión, Jess King analiza cómo la crisis de representación en Hollywood (incluyamos Netflix) se debe a una creciente falta de imaginación por parte de sus creadores. Y es que quienes escriben, dirigen, protagonizan y se benefician de la mayor parte de la producción creativa en nuestra cultura occidental, provienen de clases media y media alta, son en su mayoría blancos y, desde 1930, predominantemente hombres.

“El problema”, dice King, “no es que no haya imaginación, sino que nuestra manera de contar historias se ha limitado al permitir que sólo estos individuos hablen en nombre de la humanidad”. En su masterclass “La mirada femenina” Joey Soloway afirma “el protagonismo es la propaganda del privilegio”. Quien protagoniza nuestras historias importa porque las reglas que rigen sus perspectivas normativas terminan influyendo en nuestra forma de percibir el mundo.

La primera vez que alguien me animó a romper con las estructuras narrativas dominantes fue la autora Itziar Pascual durante mis años de estudiante de dramaturgia en la RESAD. Durante una semana, estuvimos inmersas en el trabajo de Maureen Murdock, pedagoga, terapeuta y autora que se basó en la teoría del héroe de las mil caras de Joseph Campbell para diseñar un esquema alternativo que situaba a las mujeres como protagonistas al que llamó “el viaje heroico de la mujer”.

Un viaje que comienza con un objetivo, afianzar las características masculinas de su protagonista para conquistar el poder o el éxito profesional. Sin embargo, por el camino, este objetivo se transforma en otro muy distinto, el de hallar nuevos referentes y así descubrir la propia identidad. Murdock defiende que cuando la mujer se vuelve consciente de que este es su verdadero viaje, se hace cargo de su destino, y logra redescubrirse y conectar con su naturaleza hasta alcanzar la plenitud personal y la fusión de “lo femenino con lo masculino”.

La lectura de Murdock que hoy puede leerse como excesivamente binaria, ha servido desde su creación en 1990 a varias generaciones de autores y autoras para atreverse a cuestionar la elección de un personaje masculino como protagonista de un viaje que en lugar de “hacia el afuera”, se convierte en una travesía hacia el autodescubrimiento y hacia “el adentro”.

Cierto es que treinta años después de la formulación de su teoría, no he encontrado una materialización más fidedigna de El viaje heroico de la mujer, tal y como fue concebida por Murdock, que en la película Brave (2012), una colaboración de Pixar y Disney (oh, wow) y también uno de mis “placeres culpables”, término con el que conflictúo y el cual exploraré más adelante.

Otra piedra angular en mi viaje personal a través del cuestionamiento de las ficciones dominantes fue la llegada de Fleabag (2013) obra teatral que posteriormente se convirtió en serie de éxito de la BBC de la dramaturga, productora y actriz Phoebe Waller-Bridge. En Fleabag, al igual que en la serie Girls (2012) de Lena Dunham, aparecían mujeres poco “ideales”, proponiendo en su lugar a mujeres rotas, divertidas, violentas, con un ingenio afilado y un literal “punto de vista” repleto de sabiduría.

Roxane Gay en su ensayo Bad Feminist, justifica el éxito de Waller-Bridge por su rechazo al “feminismo esencial basado en percepciones erróneas de lo que las mujeres deben ser, en lugar de la vasta gama de lo que son sus experiencias con la que tantas espectadoras nos hemos sentido identificadas.” Y es que hermana del “placer culpable” es también el “feminismo culpable”, un concepto que Deborah Frances-White ha sabido explotar en su aclamado podcast The guilty feminist.

No me sorprendió descubrir que fue a esta humorista, Frances-White, a quien debemos el origen de Fleabag, pues fue ella quien empujó a Waller-Bridge a hacer un monólogo seminal de doce minutos por el que cobró cincuenta libras en un festival de comedia que ella dirigió durante el Fringe. Monólogo en que nació ese saco de pulgas llamado Fleabag, y para el que solo doce minutos bastaron para situarse entre lo más aclamado del festival.

Pero con los éxitos de taquilla llegan también las fórmulas de éxito y autores codiciosos de aferrarse a un lugar que simulan no saber que ocupan. Y es entonces cuando llegan películas, series, cortometrajes con mujeres, muchas mujeres, mujeres que obedecen a tropos del imaginario masculino, como es el de la manic-pixie-dream-girl. Esa chica joven, un poco loquita, desordenada, que toca el ukulele y que siempre está ahí para indicarle el camino al prota que, en la mayoría de los casos, ha seguido siendo un hombre. Esas chicas atrevidas que se instauraron como referentes hasta el día en el que te encuentras performando en tus propias carnes el papel que tantas conocemos y que muchas aspiramos a ser. El de esa tía “que no era como las demás”.

Pero ¿qué pasa que ahora un hombre no va a poder escribir nunca sobre la experiencia femenina? Por supuesto que sí, pero es necesario afilar el lápiz, de la misma forma cualquier autora debe agudizar la mirada al escribir a un personaje representante de cualquier realidad desconocida para ella, (sin caer en la negación de la existencia de realidades absolutamente inasumibles para gran parte de quienes nos sentamos “en esta parte del mundo”.)

¿Logró la película La peor persona del mundo escrita por un hombre, ser percibida como una película que no era “de chicas” y convertir a su prota Julie en un personaje millenial universal? ¿O fue, como yo la percibí, un intento algo evolucionado del tropo de la manic-pixie en versión treintañera?

Los creadores estamos expuestos a una más que comprensible hipervigilancia sobre si muchos de nuestros personajes parecen auténticos o no, todo esto para evitar que caigan, aunque sea desde la buena voluntad, en un estándar moral absurdo (como fue en mi caso, la primera vez que escribí un personaje con discapacidad y lo convertí en un pseudo mesías). Porque el peligro de obsesionarse con la diversidad de nuestras protagonistas, puede llegar, en ocasiones, a negarle a nuestros personajes su derecho a ser vistos como universales.

Parece que, a pesar del éxito de nuevas series y otras similares como I may Destroy you (2020) o Transparent (2014), que tal y como dice King “han promovido discusiones tan necesarias sobre la mirada femenina, el elenco de actores trans en roles trans y la adaptación de prácticas cinematográficas para iluminar adecuadamente a actores de piel oscura, la mayoría del trabajo producido en Hollywood todavía carece de una diversidad e inclusión sustanciales en el elenco y la creación.” Y es que finalmente, la industria televisiva y cinematográfica continúan obedeciendo a estructuras e intereses económicos muy difíciles de alterar desde la mera autoría.

Parte de mi fascinación por este oficio incluye el cuestionamiento de esa jerarquía y desigualdad sistémica mediante el examen y la reinvención, algo que en las artes escénicas siempre he encontrado un lugar mucho más amable para materializar cualquier propuesta de cambio.

Y esto implica ir mucho más allá de la lucha por una representación más variada y por la inclusión en los papeles principales, si no cuestionar también la forma y estructura que vertebran estas historias y esos elementos tan fundacionales e inamovibles como es por ejemplo el conflicto.

En La escritura de guión alternativa los autores Ken Dancyger, Jessie Keyt y Jeff Rush afirman “El enfoque en el conflicto es tan central para la narración que su uso puede rastrearse desde los Diez Mandamientos.”

Y entonces me pregunto ¿qué estructuras de poder hacemos tambalear si nos oponemos a una escritura sustentada sobre el conflicto? ¿Existe una alternativa al relato de historias que “atrapen” que surja desde un lugar de solidaridad en lugar de oposición de fuerzas?

Estas son algunas de las preguntas que la dramaturga británica Ella Hickson quiso enfrentar en su obra La escritora. Esta obra comienza con una escena de conflicto entre un director de teatro de mediana edad y una estudiante de literatura inglesa de 24 años. Cuando él le ofrece la posibilidad de montar una obra, ella se niega por su incapacidad para entender su deseo de generar un verdadero cambio. A partir de esa discusión, se desarrollan cuatro escenas más que dialogan con todo lo que “tan bien funciona” en la escena para así cuestionarla, proponiendo la posibilidad del desorden y la ruptura de expectativas.

Hace poco, con el objetivo de encontrar formas de huir de mis procesos creativos donde el intelecto asume una carga excesiva, realicé un taller con la escritora y curadora Virginia Vigliar que prometía conectar con el proceso de escritura desde el cuerpo, pues Vigliar sostiene que la creación llega a través de la emoción y las emociones se encuentran en el cuerpo.

Fue divertido. Fue cuidadoso. Fue inspirador. Me conectó con muchas conversaciones que tenía con amigas sobre crear en conexión con tu ciclo menstrual. Cómo en varias ocasiones un período de torrente creativo se había interrumpido con la llegada de la fase premenstrual para ser revisado, reordenado y devuelto de sentido en los días de sangrado. ¿Cuánta importancia o sentido estoy dispuesta a dotar a esta experiencia que sin duda se repite con la regularidad suficiente como para percibirla sin demasiado esfuerzo? ¿Cómo de bien escuchamos a nuestro cuerpo en nuestros procesos de trabajo? ¿Cómo priorizar nuestros cuerpos sobre los equipos, sobre la iluminación, sobre la organización, sobre el tiempo, sobre el dinero?

¿Y cómo proponer estas alternativas sin sentir que estás “siendo demasiado intensa” cuando al mismo tiempo debes luchar con otro tipo de inseguridades como la de “no estar siendo suficiente”? Y sobre todo ¿por qué tanto sobre-esfuerzo en la investigación de nuevos modelos para ser tomada en serio o al menos igual que tus colegas quienes se adhieren como ventosas a la fórmula de “la obra bien hecha” y que además cobran más que tú?

Voy al volante y me encuentro perdida en este monólogo cuando mi copilota interrumpe “estoy deseando pasar un tiempo en Samoa para investigar su teatro. ¿Sabes que en el fale aitu (teatro precolonial samoano) el actor principal ‘se convierte’ en un espíritu cuando está en su papel y esto le hace impune para parodiar a la autoridad en la aldea? ¡Ah! No lo he dicho yo, ha sido un fantasma. ¿Qué me dices de eso, eh? ¿Dónde está el conflicto ahí?”

Mi compañera es Rachel O’Regan, una dramaturga australiana afincada en Escocia creadora de la compañía F-Bomb y de la obra The Beatles were a boyband. Los Beatles fueron una Boyband, un título que apela a la histórica invalidación que las mujeres tenemos que afrontar pues refleja cómo fueron las adolescentes británicas las primeras en reconocer el talento que había detrás de aquella boyband como hoy podría ser One Direction. Un reconocimiento que poco tardó la crítica dominante en apropiarse como suya. Una crítica que le sirve a O’Regan para alertar de las dificultades de las mujeres para validar su propia opinión y a ocupar un lugar en el que históricamente no han sido bienvenidas.

“Hay demasiados temas pop en tu texto, aunque debo reconocer que he estado obsesionada con la nana de Crepúsculo mucho tiempo. Odiaba la peli pero el tema era mi guilty pleasure.

“Tanto no la odiarías” me rebate Rachel. “Debes abrazar a tus placeres culpables. Además no hay mejor forma de llegar al público que el pop.”

Pienso en todos los temas que he fingido no bailar o poner en “modo de escucha privada”. En el concepto del placer culpable como forma de disminuir nuestro criterio. Al hecho de que como mujeres estamos obligadas a proporcionar una razón cuando disfrutamos de gustos etiquetados como “femeninos”.

¿Acaso no han sido los realities un medio para promover la diversidad y servir de altavoz a voces que no hubieran sido escuchadas en ninguna otra parte?

Imagino qué canción pop le vendría bien a mi última pieza. No es fácil. Mientras mi amiga consumía Love Island yo soñaba con ser Peyton en One Tree Hill. Me lleva ventaja. Yo tenía suficiente con mi evolución hacia la manic-pixie-dream-girl y ser la chica que “no era como las demás”.

Supongo que ante tanto impedimento solo me queda por decir, nena, si alguna vez dudas de si lo que haces tiene criterio, recuerda que con trece años supimos discernir de entre muchas a la mejor banda de pop de la historia.

* Sara García Pereda es dramaturga y traductora. Entre sus obras breves destacan Ephemera, representada por la Joven Compañía en el festival ELLAS CREAN 2016, The Wolf (Roxy Assembly, 2019) que Collectif Scope produjo a cortometraje y Crossing Care (EH5 Space, 2020) creada junto a Kirin Saeed con el apoyo de Creative Inclusion Fund Scotland.

Revista editada en Madrid por Teatrero del ITEM.
Registro Legal: M.17304-1980
ISSN(e): 3020-4062