La realidad gaseosa (una epicronía actual)
La revolución es líquida, anegante. El fascismo es la vocación por lo sólido, por lo inamovible. La actualidad hoy, sin embargo, es gaseosa, inquietante, incierta. No hay más estados químicos que permitan un análisis de la realidad desde la epicronía, esa palabra que el autor aporta para definir la realidad sobrevenida en el planeta tras el paso de la Covid-19 y la guerra en Ucrania: “una situación imprevista, inesperada, que persiste en el tiempo y afecta al mundo entero”. Estamos en medio de un ‘estado gaseoso’, advierte el autor; en medio del caldo de cultivo idóneo para que las fuerzas de la derecha más dura den la democracia por amortizada y reclamen ese monolito sólido que llamamos fascismo. Es “como si el coronavirus primero y la guerra de Ucrania después hubieran tenido la facultad no de disolver en agua la espesa realidad, sino de evaporarla, hacerla intangible, liviana, huidiza.”
EN EL MUNDO DE 2020 existe un momento de quiebra, en el que lo impensable, meses antes se materializa, la película de terror nos alcanza, la ficción se superpone a la realidad y nos envuelve como las telas de araña de un edificio deshabitado en el que hemos penetrado: es difícil desprenderse de ellas. En la pandemia, con todo patas arriba, o boca abajo, el mundo se volvió del revés, reflejo invertido de una realidad anterior, tan distante y lejana en las mentes como cercana en el tiempo, inquietante la velocidad del cambio, de la transformación. Y aún sin terminar la pesadilla de la pandemia por la COVID, en 2022 –con su secuela de muertes, sobre todo en las primeras olas– brotó la guerra de Ucrania.
Lo sucedido en este planeta en estos últimos años se puede abordar de muchas maneras. Si hiciéramos una analogía social comparando los diversos estados de la materia en este planeta y en esta dimensión, sólido, líquido y gaseoso, tendremos que admitir que las sociedades humanas participan de todos. Así es el cuerpo humano, ya se sabe, como descubrieron los antiguos –desde los griegos hasta los hindúes–, un reflejo del planeta y aún del universo entero. Un armazón sólido compuesto por los huesos y músculos, recorridos por un líquido, la sangre, que les da vida y que se renueva con la acción de los pulmones, que capturan del aire el oxígeno necesario, elemento gaseoso, y lo llevan a la sangre. Las personas participamos en esos estados, somos una buena síntesis de los tres.
Las sociedades han ido evolucionando a lo largo del tiempo, las generaciones sucesivas, los desastres y eso que han quedado en denominar progreso. En algunos momentos de ese proceso impera más un estado que otros: así, lo sólido representaría lo monolítico, en apariencia sin posibilidad de evolución; y los cambios bruscos, las revoluciones, serían como tsunamis, la fuerza destructora del agua, que fuera de esos estallidos puntuales también socava, va cambiando, gota a gota, poco a poco, hasta haberse impuesto en las sociedades modernas, donde toda forma es cambiante –sublimando además esa capacidad de adaptación, de transformación– y depende del recipiente que la contenga.
La pandemia ha supuesto una aceleración en el cambio de estado, y si la modernidad, según analizó el sociólogo Zigmunt Bauman, se había hecho líquida con la post-verdad –mentira emotiva– y el incremento de la velocidad e inmediatez tecnológicas, la sociedad entró en ebullición: estamos en medio de un estado gaseoso, como si el coronavirus primero y la guerra de Ucrania después hubieran tenido la facultad no de disolver la espesa realidad, sino de evaporarla, hacerla intangible, liviana, huidiza, introduciendo un desorden entrópico que convierte rápidamente lo líquido en gaseoso.
Otra explicación sería que la pandemia y la guerra nos han hecho fermentar –el miedo, qué gran catalizador, la incertidumbre ante el incierto futuro–, en el caldo de cultivo de esa modernidad.
Para describir esta vida que nos pasa por encima, he inventado una palabra: epicronía. Sería una realidad sobrevenida, una situación imprevista, inesperada, que persiste en el tiempo y afecta a todo el planeta. Esa es mi tesis, tesis de burbuja: estamos en una realidad, en una sociedad gaseosa, y nos queda por ver si volveremos a otro estado en los próximos años.
También sirve esta interpretación para explicar el orden o desorden de lo que vendrá a continuación. No es caos, créanme: es entropía. Todo es posible, parece decir lo sucedido, pues si todo, seguridad y libertad incluidas, pueden evaporarse, el desastre sin duda, puede estar muy próximo. El peligro es que en estados de máxima entropía o desorden en lo social, político y económico, una gran parte de la masa –jaleada por algunos grupos políticos y medios de comunicación afines– anhela el orden, la vuelta a lo sólido, a lo no cambiante, en un mundo lleno de incertidumbres, donde acecha el fantasma del hambre, donde campa libre el miedo a la pérdida de identidad, de poder adquisitivo, de todo. El fascismo sería la vuelta imposible a lo sólido, a lo inamovible, si bien para poder realizar esa entelequia se tenga que producir más desorden, porque la violencia que se libera y utiliza para ello, lejos de estar controlada, con un fin, se desmanda y lo golpea todo, lo destruye todo. Burbujas añorando lo sólido, qué paradoja.
La vida entre paréntesis. Somos como frases sueltas encerradas no solo entre símbolos, sino en un círculo que nos aísla. Con la llegada de la pandemia, el continente se hizo isla, archipiélago, tierra firme troceada, dividida por canales, separada. En cada islote, sus habitantes, náufragos forzosos, sobrevivían gracias a los artilugios tecnológicos, herramientas de comunicación, conexión a través de las ondas aéreas, viajando por el aire, de la misma manera que lo hacía el virus, átomos y moléculas con diferente signo, función, pulsión y método. El del virus, utilizando las tácticas habituales de la conquista, invasión, penetración y multiplicación. El éxito siempre está en la velocidad de la última fase, incapaz el organismo invadido de oponer fuerzas de choque que neutralicen la amenaza.
LO TECNOLÓGICO, ANTES QUE LO BIOLÓGICO, definió esa estrategia, la copió incluso. Los esquemas de información anteriores, es decir, los organismos virales previos, ya estaban allí, y la diferencia en este caso es que el coronavirus multiplica mucho más rápido, interfiere en las cadenas de información de las criaturas más evolucionadas para deshacerlas: los átomos y moléculas de las que estaban compuestas podían iniciar un mayor grado de entropía y desorden. El virus SARS-CoV-2, pulverizaba lo líquido, hacía imposible lo sólido que lo contenía, la estructura y, sobre todo, se propagaba y extendía a raíz de lo aéreo, lo gaseoso.
Ah, entropía, qué gran palabra. Cuando la trata alguna rama de la física, como la mecánica estadística y la teoría de la información, se refiere al grado de desorden de la materia y la energía de un sistema. Un universo en orden, en contacto con otro en desorden, liberará energía y aumentará su entropía. Tendrá más entropía, es decir, más desorden, el agua en estado gaseoso con sus moléculas dispersas y alejadas unas de las otras que el agua en estado líquido con sus moléculas más juntas y más ordenadas.
En esta amplia y heterogénea gama de las reacciones en los últimos tiempos de los seres humanos se refleja ese fenómeno de incremento exponencial de la banalidad en las redes, los bulos e intoxicaciones, pero también la certeza de que cualquier aseveración irracional tiene sus adeptos y seguidores, y quizá es, paradójicamente, el último vestigio de irreductible libertad ante lo que consideran una conspiración programada que busca un control de las conciencias y comportamientos. Esa es una posible interpretación a tener en cuenta sobre el negacionismo, y si no les convence, también tengo una más simple: se trata de que las tonterías más atroces también tienen cabida, no sólo en el comportamiento humano, sino en el pensamiento y en el convencimiento de los miembros de la especie.
Puede que esta actitud tenga que ver con hechos que se han ido sucediendo en el tiempo, como es el retroceso de la inteligencia humana y el desarrollo de las nuevas tecnologías, el abandono de las humanidades en la educación, con la multiplicación sin control de las ondas y radiaciones electromagnéticas en nuestro planeta que, entre otras cosas, producen descontrol hormonal. Sin duda están relacionadas todas estas cosas, a lo que se suma la pérdida de calidad de los espermatozoides, un elemento más de ese camino de autodestrucción que ha emprendido la especie humana. También el orden social y económico imperante ha generado muchos descontentos, rebotados y damnificados de todos los órdenes. Un cóctel que puede ser muy peligroso. En ese tránsito de una sociedad liquida a gaseosa existen diversos estados cambiantes que se mezclan, como una realidad viscosa, entre lo sólido y lo líquido (cómo se enredan las cosas a nuestro alrededor), o vaporosa, difusa, evanescente, entre líquido y gaseoso (dentro de la niebla no se distinguen bien los contornos, la seguridad se esfuma). Nada volverá a su sitio tal y como lo habíamos conocido, ni el tiempo ni el espacio serán los mismos desde ahora.
Ni el coronavirus ni la guerra han traído nada bueno, y veremos qué es lo que provocarán sus consecuencias, cuáles sus secuelas. Dice Curzio Malaparte, en La piel, que después de las guerras y las pestes hay una relajación moral, una relajación de las costumbres. Como si el miedo justificara luego todos los excesos posibles. Puede que a pesar de todo, lo sucedido no quede como una horrenda pesadilla de la que se habrá salido, con un alto número de bajas, es cierto, pero con la sensación de haber sido indultados, de que la vida nos concedió otra oportunidad.
Se abre un periodo de incertidumbre y crisis profunda. La pandemia primero y la guerra de Ucrania después han aumentado hasta límites intolerables, casi obscenos, el desequilibrio entre ricos y pobres. Las grandes fortunas del mundo han duplicado su patrimonio, mientras que el 99 por ciento de la población mundial ha visto disminuidos sus ingresos. Son datos oficiales.
Varios datos podemos extraer de las protestas en China, país donde el control del estado es casi total. En 2022 fracasó su política de Covid-Cero y el fin de los confinamientos trajo contagios masivos. De todas maneras, es difícil saber lo que pasa dentro de China, su política desde el principio de la crisis pandémica ha sido bastante hermética. Aún tendremos que conocer cómo surgió el virus. Si China ha sido incapaz de controlar finalmente a su población, en un régimen que no admite oposición política, eso significa que ni los países autoritarios se libran de la entropía de los nuevos tiempos. Además de trágico, lo que está sucediendo a la vez en países como Irán o Afganistán, donde sus regímenes enfrentan malestar y movimientos ciudadanos muy fuertes, puede significar que aún, en muchos lugares, la pelota está en el tejado y que sigue la lucha entre las versiones fanáticas y sólidas, frente a las ansias de libertad y derechos de la mayoría de las personas que los habitan.
ANTE LOS DESAFÍOS ACTUALES –emigración, posibilidad de perder el control del poder–, las fuerzas de la derecha más dura, partidarias del capitalismo a ultranza, y de ese neoliberalismo que tanto daño ha hecho, parece que han dado a la democracia por amortizada. Cabría preguntarse si alguna vez ha sido así, si el poder del pueblo no ha sido una entelequia, matizada por los dueños de la producción, mediatizada por los medios de comunicación, secuestrada de alguna manera por la maquinaria de los partidos, por las estructuras estatales y nacionales, superada por las grandes corporaciones trasnacionales. Esa añoranza del sólido y monolítico pasado se refugia siempre en un patrioterismo vacío y patético. Viene al pelo una frase de Aldous Huxley, en su novela Ciego en Gaza: “Una de las grandes atracciones del patriotismo es que da realidad a nuestros peores deseos”. O la de Samuel Johnson (1709-1784), una de las más utilizadas de la historia: “El patriotismo es el último refugio de un canalla”.
El virus ha infectado algo más que los cuerpos, ha colonizado algo más que las mentes, ha logrado algo que creíamos solo propio de las enfermedades mentales o cierto tipo de substancias psicoactivas: dudamos de lo que vemos, de lo que oímos, de lo que sentimos. Esta crisis ha traído, sobre todo, la universalización del miedo como emoción preponderante con sus variantes de control social, obsesión circunstancial, pérdida de suelo referencial, vulnerabilidad de individuo y de especie, aplazamiento del futuro, falta de rutina a la que agarrarse, incertidumbre sobre la profundidad del precipicio enfrentado, y todas las variedades posibles del instinto. Un miedo irracional que, si bien ha ayudado a la humanidad en su evolución, ahora se puede considerar destructivo, porque es miedo a perder la vida, pero también a lo que la rodeaba, una vida que no nos olvidemos, en occidente, y a pesar de la diferencia de clases sociales, era una vida de confort, comparada con el resto del mundo doliente.
Miedo también a un mundo más injusto, más insolidario, más autoritario y menos libre, paradójicamente después de una catástrofe que nos afectó a todos y movilizó lo mejor de nosotros mismos. Miedo a lo desconocido porque en un mundo sin certezas, los valores pueden no solo tambalearse, sino cambiar de significado, de sentido. Hay pocas curas para el miedo y todo lo que conlleva. A esa sensación de confusión envolvente, de pérdida de centro de gravedad –es difícil tener un centro de gravedad permanente, como dice la canción de Franco Battiato, en este imperio del bulo, la confusión y la falta de información–, se une la ausencia de futuro, la constatación de que todo será peor de lo que imaginamos: el control, las distancias, la búsqueda de confort en el clan más cercano, se llame familia, amigos, patria o creencia. Esa búsqueda de la gravedad barata, del anclaje, de lo que nos ate a tierra, es también el alimento de los populismos de derecha, si no de extrema derecha, por más que sea un instinto.
Tobogán emocional, montaña rusa del ánimo, nuestro corazón y nuestra cabeza sacudidos como en los sensores de los terremotos, así nuestra pulsión, arriba y abajo en escasos periodos de tiempo, carrusel mezclado: piedad, conmiseración, dolor, alegría, ánimo y desánimo, cóctel furioso. Psicología del encerrado, reflejos que quedarán tras el confinamiento y los años de estrés.
LA REALIDAD GASEOSA nos empuja al aislamiento, al control y a la manipulación, ya sea esta política o económica. La crisis del virus simplemente ha acelerado los procesos que ya estaban en marcha. Algunos de ellos son, por ejemplo, la robotización, un fenómeno tecnológico que conducirá a la pérdida de millones de puestos de trabajo. Esto es fuente de análisis y preocupación desde muchos enfoques y muchas disciplinas. El mundo, como en otros momentos de su historia, está en una encrucijada. Ese miedo a la libertad, concepto que desarrolló hace 80 años el psicoanalista y psicólogo social Erich Fromm para explicar el triunfo del nazismo en la Alemania en los años 30, ha vuelto aumentado a la palestra. Los grandes retos a los que se enfrenta la humanidad han sido puestos de manifiesto de manera incluso cruel por la acción de la pandemia, que ha golpeado con más fuerza y de manera más mortal en las sociedades pobres y nos ha hecho regresar a una situación de décadas atrás, de desequilibrios y lucha contra la pobreza global. Y la guerra de Ucrania ha venido a rematar el cuadro, con la agudización de la crisis energética y el parón de la lucha contra el calentamiento global –la desaceleración industrial producida por la pandemia no ha frenado los niveles récord de gases de efecto invernadero en la atmósfera–. Los desastres naturales de todo tipo que se han incrementado parecen poner de manifiesto este extremo.
Para el lingüista, filósofo, politólogo y activista estadounidense Noam Chomsky, como para otros analistas, esta es la lógica del sistema, que podía ser enmendada en cierta parte por el estado, si no existiese la plaga neoliberal que al final bloquea todo: “En cada asunto… estamos corriendo locamente hacia la catástrofe total bajo el liderazgo de sociópatas fanáticos. Es como si un malvado demonio hubiera tomado el control de la raza humana y la estuviera llevando a la autodestrucción”, ha declarado. Para el pensador norteamericano, las tres plagas de nuestro tiempo –la posibilidad de una guerra nuclear, la catástrofe climática y el deterioro de la democracia–, solo podrían ser superadas por una vibrante democracia, una ciudadanía responsable y comprometida y, sobre todo, una sociedad bien informada.
No hay que olvidar algo que Chomsky recuerda a menudo: el reloj del fin del mundo. Hoy nos encontramos a cien segundos de las doce. Tras el ruido mediático producido por el virus, con la guerra de Ucrania ha empezado el peligroso y amenazador tic-tac de ese artilugio creado en 1947 por una comunidad de científicos atómicos que advertía de la cercana presencia de la medianoche, del momento en el que sería usada de nuevo la bomba atómica que acabaría con la civilización humana tal como la conocemos.
Lejos de bajar la intensidad de los conflictos entre Occidente, Rusia y China, se multiplican los escenarios de enfrentamiento como Ucrania, Hong Kong o Taiwán. Esperemos que en el peor de los casos no se recurra a otras armas terribles como las biológicas o nucleares, porque sería muy parecido a un suicidio. ¿Puede suicidarse una especie? Parecemos dispuestos a averiguarlo. “No sé con qué armas se peleará la tercera guerra mundial, pero la cuarta será con palos y piedras” –es una frase atribuida a Albert Einstein, pronunciada después de la Segunda Guerra Mundial, que viene muy bien a cuento en este momento–.
Quizá, no obstante, no haga falta llegar a la destrucción atómica, ya que el desastre de los ecosistemas puede tener el mismo efecto, aunque sea más lento. Ese es nuestro reto, como especie, como sociedad, como responsables de la vida.
Ojalá no nos merezcamos la extinción.
* Alfonso Domingo, periodista, escritor, realizador de documentales, series y programas de televisión.