“El paraíso”, inédito de Claribel Alegría (escrito 1995-1996, entregado agosto 1997)

Claribel Alegría*

Es inusual encontrar prosa literaria de Claribel Alegría (Nicaragua, 1924-2018). Fue siempre una poeta integral y la parte de los relatos veraces y los reportajes de investigación la reservaba para los libros que escribió con su marido Bud Flakoll, y fueron muchos y asombrosos. Este cuento, sin embargo, forma parte de un puñado de folios inéditos que Claribel, años antes de morir, entregó a la dirección de La Pluma desconfiando de sí misma, de que tuvieran categoría o sirvieran para algo.

El paraíso

Era un día jueves por la tarde. Débora, sentada en el asiento del chófer de su Ford Fiesta, leía una novela policiaca mientras esperaba a sus amigos, frente al motel. De vez en cuando levantaba la vista y se quedaba un rato pensativa.

Ya han pasado cuarenta y cinco minutos, se dijo mirando su reloj pulsera. Espero que no tarden demasiado. Lo malo es que estoy segura de que la Claudia es virgen. Apenas diecinueve añitos.

Yo también lo era cuando vine aquí, sonrió con amargura, salvo que con algunos años más.

¿Cómo estarán ahora? Giuseppe es todo un caballero. Seguramente pidió una botella de whisky, le sirvió un buen trago a ella y otro a sí mismo y empezó a decirle lo linda que era. Después de un rato puso su trago sobre la mesa y le quitó las sandalias. Se acercó a ella por detrás, empezó con una gran ternura a desabrocharle la blusa, a acariciarle lentamente el cuello, los senos con sus dedos fuerte y cuadrados. Todo sin prisa, con una gran sabiduría.

Cuarenta y cinco minutos es bastante. Ya deben estar en la cama, Giuseppe acariciándola, avanzando su mano hasta llegar al centro y ella muerta de miedo, muerta de curiosidad, muerta de ganas.

El muy imbécil no me creyó cuando le dije que era virgen. Veintiocho años y virgen soltó la carcajada. Me sentí humillada, pero él enseguida me dijo que olía a sándalo, que mi piel era suave como pétalo de jazmín.

Leyó tres páginas más, pero no se podía concentrar. Claudia ni se lo imagina, nunca supo lo nuestro. Nadie, nunca lo supo. Fue cuestión de una tarde. A mis amigas les conté que por suerte ya no era virgen, pero jamás les dije el nombre del fulano. Las muy estúpidas se resistían a creerme. ¿Por qué no les dije quién era? Orgullo, sin duda. Algo me decía que eso no iba a durar. Al día siguiente él viajaba a Italia y desde Milán me mandó una postal diciéndome que le había hecho pasar un rato maravilloso y que siempre me recordaría. “Mi virgencita nica”, empezaba.

¿Qué me hizo traerlos aquí? ¿Por qué Claudia siempre se rodea de personas mayores? Yo, su mejor amiga y Giuseppe un cuarentón. ¿Estarán todavía en las preliminares?

“¿Qué me pasa que no puedo concentrarme?”, dijo en voz alta y otra vez hizo un esfuerzo para continuar la lectura.

Hace ya doce años, justo después del triunfo de la Revolución. Todos nos deschavetamos en esa época. Casamientos relámpagos, divorcios, aventuras, amor, amor, amor. Todos nos amábamos, efervescía la vida en nuestras venas.

¿Por qué nunca me enamoré? “Cuidado con los hombres”, me decía mi mamá, “si se acuestan con vos antes de casarse después te botan como a una piltrafa. Tuve aventuras, sí, pero ninguna me marco. Ni siquiera Giuseppe que fue el primero.

Anoche, mientras bailaban, me di cuenta de cómo los dos se deseaban, todo el mundo se dio cuenta, pero la madre de Claudia estaba allí y no había forma de salir. Claudia se parece en algo a mí. Más linda, por supuesto, más joven y más linda. Ella una mariposa y yo una oruga. O a lo mejor un hongo, un hongo alucinógeno y sedentario. Giuseppe, ¿qué es Giuseppe?: un pájaro de pasaje, la antítesis del canario cautivo. A lo mejor Claudia lo domestique. Es tan dulce, tan tierna.

“Es hora de que os lleve al Paraíso”, les dije juntándoles las cabezas. Ambos me miraron asombrados. Claudia no sabía de qué les hablaba. “La única condición es que los lleve yo”. “No te entiendo”, dijo Claudia. “Quiero ser la primera en verles los rostros encendidos.”

Giuseppe me miró muy hondo y no dijo nada. Sentí que todo me daba vueltas, pero aquí estoy. Traje a Claudia, que es un poco como haberme traído yo.

Hojeó rápidamente las páginas del libro. No me interesaba nada. Leeré el final, creo que ya lo adiviné.

Ahora sí, ya en la cama, piel contra piel, Giuseppe besándole los ojos, la boca, el cuello, tratando de abrir sus piernas con la suya. ¿Cómo será un orgasmo? Jamás con nadie lo sentí. Solo a veces cuando pienso en mi padre en su ataúd con la cabeza vendada y yo besándole los labios y diciéndole, “por fin, papá, por fin”, siento algo parecido. Con el que más gocé fue con Gilberto, era un goce inocente. Él era tierno, un poco torpe y siempre estaba de prisa, pero me hacía sentirme linda, inteligente, comprensiva. Aunque éramos de la misma edad, yo me sentía como su madre. Apenas, en un año, unas diez veces nos acostamos. Ahora me doy cuenta de que siempre buscaba algún pretexto para no hacerlo y yo por mi parte jamás le exigí nada. En realidad, nos conocimos mal. Un buen día se marchó de Nicaragua, así nomás, sin decirle adiós a nadie. Me escribió desde Río diciéndome que era homosexual. No fue tanta la sorpresa, algo en mí lo sospechaba.

Cerró el libro, lo puso a un lado, se recostó en el asiento y entrecerró los ojos. Tampoco he tenido dolores tan grandes. La muerte de mi padre, eso sí me marcó. Apenas tenía nueve años, pero supe que jamás nadie me querría igual. Nunca lo vi borracho, cuando cogía tandas se desaparecía de la casa hasta por quince días y regresaba bien peinado, bien vestido, con un regalo para mí. En una cárcel hedionda, el cráneo destrozado. Tampoco eso lo supe sino hasta mucho ás tarde. Desde entonces mi vida, fuera de los años de la Revolución, ha sido como un tapiz amarillento, con alguna que otra luciérnaga brillando por allí. Me falló mi padre. Con su muerte se inició mi cadena de fracasos. Ya deben estar por terminar. No, todavía no. Claudia estará asustada, pobrecita. Duele un poco la primera vez. Nunca como ahora esta marejada de recuerdos. La única vez que me sentí plena fue alfabetizando en las montañas. Mucha promesa cuando era adolescente, brillante en secundaria y en la universidad, después nada. Toda mi juventud gastada en cosas que no me interesaban: relaciones públicas, secretaria ejecutiva. Me gano muy bien la vida, mis amigos me admiran, los divierto, pero no era eso lo que yo quería. ¿Qué querías, Débora? La música me gustaba y también la poesía. Recuerdo mi alegría con el obo que mi padre me regaló. Nunca tuve un buen maestro. Me faltaba vocación. Aparte de unos cuantos poemitas, preferí posar de sabia y criticar a los poetas. Dicen que soy una crítica mordaz. Y eso, ¿qué? Amargura sin duda. Tengo un déficit existencial que me prohíbe abrir lo suficiente los ojos, los brazos, la boca, el corazón, como para dejar que la vida entre en mí a borbotones. Claudia debe estar con lágrimas en los ojos y él susurrándole cosas lindas en italiano. A lo mejor se enamora. Me gustaría. ¿Qué me hizo traerla? Iba a suceder, sí, pero ¿por qué ese afán de traerlos yo? ¿Será esa mi manera de vengarme?

Se enderezó en el asiento. Ningún carro entrando en el motel. Anoche no dormí. Algo me peleaba por dentro, algo se me rompió. Recuerdo que soñé con un laberinto enorme. Siempre he caminado bajo tierra. Más que hongo soy topo. ¿Qué me queda por hacer?

De pronto, un pensamiento reprimido electrizó su cuerpo.

Cuando Giuseppe y Claudia regresaron, creyeron que estaba dormida, pero inmediatamente Giuseppe se dio cuenta del tubo que entraba por la ventanilla y de que el motor estaba en marcha.

­–Está muerta –dijo volviéndose hacia la muchacha.

Claudia ahogó un grito, se apretó contra su amante y luego, sollozando, se lanzó sobre el cuerpo de su amiga. Fue entonces, solo entonces, que sintió algo parecido a un orgasmo.

Revista editada en Madrid por Teatrero del ITEM.
Registro Legal: M.17304-1980
ISSN(e): 3020-4062