[A veces las cosas se las arreglan…]

Eduardo Moga*

A veces, las cosas se las arreglan para parecer grandes, y un camión se parece a un camión, hinchado como una nube, y un plátano a un plátano, alto como un cíclope cuya mano estallada de dedos escudriñase lo que carece de fin para concederse a sí mismo el consuelo de lo infinito, y el horizonte se divisa —y se reconoce— entre la vorágine de los edificios, cercenando el cielo y, a la vez, abrazándolo

—toda amputación es también una caricia—

y yo, que rebaso el camión, y camino a la sombra del árbol, y dirijo mis pasos al horizonte, siento que sus turbulencias reflejan una plenitud efímera, el esfuerzo de un insecto por alcanzar una cima inalcanzable, un derroche de existencia,

porque las cosas son grandes y pesadas, y respiro su magnitud, aunque pase deprisa, aunque no me apoye en su brazo, y ni siquiera roce su corteza, pero siento ese cabalgar de cosa arraigada, el volumen que se expande, redoblado como el granizo, entre paréntesis y fronteras, en busca de una realidad que se adentre, que hurgue en sí, a la vez que se difunde, y justifique el hecho incomprensible de existir,

y los latidos de todo son entonces mis latidos, es decir, los latidos de nadie, impresos en la brea transparente de tantos objetos líquidos, en la maquinación de la piel endureciéndose y las alas multiplicándose, abierto todo a la esperanza de la verdad, que es una esperanza sombría como el advenimiento del amanecer, y, así, observo la enormidad de los pájaros y las casas, y la hemorragia con que el día me saluda cuando casi toco a un mendigo que descansa en un banco tan desamparado como él y que llena sus márgenes de esputos, y la belleza insoportable de una mujer grande, tan grande como sus pies pequeños, tan hambrienta y oceánica y luminosa como sus ojos pintados de noche y sus pechos ardiendo y su sonrisa que asoma sin otra razón que sonreír,

y oigo los avatares del cemento que articula una nueva transparencia,

y magnifico el quieto estremecimiento de la fruta del supermercado de un paqui hasta convertirlo en el equivalente de mi espanto, en la obertura, sobrevolada de moscas, de la sinfonía horrísona que albergo entre los dedos de los pies,

porque el estruendo del tráfico es imponente,

y la sensación de inmortalidad prevalece,

y también la certeza de que he de morir,

pero, conforme mis pasos me llevan, percibo una transformación que no desiste, la de los geranios en autobuses, la de los paseantes en tildes, la de los testículos en errores, todo se atenúa —o se agranda— en un tránsito que me apresa como las mandíbulas de un animal, en una disipación de geometrías y texturas, que perturba los límites y las contigüidades, eso que circunscribe lo que desfallece, pero no altera la ruptura ni la fragmentación, en un emborronamiento airado en virtud del cual las paredes dejan de ser paredes y se convierten en membranas, y luego en plástico, y por fin en una invisibilidad opaca que me arrastra hasta el estanque del olvido, y me deposita en sus aguas maternales, y me sepulta en su légamo, y los plátanos, esas mismas criaturas que me habían persuadido de su duración y la mía, de su condición vegetal y mi condición pétrea, ondulan hasta hacerse bisbiseo, parpadean hasta dejarse de ver, y ya solo son alturas sin fundamento, astillas, raeduras, fulguraciones,

y lo encarnizadamente cierto, lo indudable, se desprende de sus poleas y sus ecuaciones, y tiende a la capitulación, donde yo ya estoy, donde siempre he estado,

y los huesos bruñidos del amor, de cuanto he tenido por amor, asoman entre los pliegues venenosos de la nada,

y la pulpa desesperada de los semáforos emerge como si ya no estuvieran erguidos ni fuesen mecánicos ni emitieran luz,

y la paternidad se me deshace entre los dedos con la misma facilidad con que caen los pétalos de las azoteas y las cejas de los hombres,

y mi casa ya no está donde estaba, ni tampoco el mar, que no veo, sino ambos en un despeñadero habitado por fieras, colmado de vacío, cuyo estrechamiento no cesa, hasta la desaparición de sus ejes y de su nombre,

y todo esto sucede mientras descreo del cuerpo, que me miente, que se exilia,

que se empequeñece como las instituciones de gobierno o el sentimiento de amistad o la convivencia entre cónyuges,

y los claveles de los balcones se suicidan,

y las terrazas fastuosas de cuerpos se pliegan sobre sí mismas y devoran cuanto contenían y se enrollan como alfombras

y se encaminan al mar, a ese mar que no está, que no veo, allí abajo, donde todo se mutila, donde a todo lo escarnece el vacío, donde la levedad se apodera de las banderas y las multitudes, y los perros ya no muerden, sino que vuelan, y se alejan como vilanos acuciados por el viento, y los vigilantes jurados destripan su tedio hasta olvidarse de qué tienen entre las piernas,

y yo, que cifraba la grandeza en la palabra —la grandeza de lo frívolo, de lo nimio—, siento la palabra también volar, o llenarse de una aberrante ligereza y sublimarse en cero, en todo, que es un soplo, un fragmento de oscuridad en lo oscuro,

y, aun así, continúo andando, y aullando, como si la mochila que llevo a la espalda, llena de libros, no pesara nada, y el agujero que siento en el estómago no fuera otra cosa que un aguijonazo bioquímico, y mis hijos fuesen mis hijos y no dos desconocidos que también han de perecer, y yo, algo que toco cuando me siento morir, que es siempre, aunque me ría, aunque eyacule cuando acaricio un cuerpo deseado, y no este escuálido manojo de sombras y articulaciones, que apenas durará en el mundo lo que tarda un ojo en derretirse, lo que tarda una hoja en dimitir,

porque eso que veo, si es que lo veo, y eso que siento, si es que lo siento, es solo un espejo despoblado, una luna sin marco ni azogue, un charco en el aire, que desmiente su peso y niega su realidad, y echa a volar para hundirse en el fango que piso, y que tampoco existe, como no existen los dedos que ahora escriben este poema, ni el cerebro que lo dicta, ni el pavor que siento a que dejen de hacerlo, o a que el papel se acabe, o a que esta casa, en cuyo interior creo ahora rebelarme contra la realidad, se desgaje también de sus cimientos y se una a tantas cosas —coches, contenedores de basura, nobles sentimientos— que vuelan ya, persiguiendo su castración, y a mí no me quede más remedio que enfrentarme a la orina que me invade, y a la futilidad de cuanto digo, y al lento descomponerse de mi forma,

puesto que, en fin, todo lo que tiene forma, tiene disolución, y eso le resta empuje, le roba hierro, desbarata la convicción de que ama, de que sabe amar y desamar y antiamar y noamar, y se le sube a las barbas hasta desatarle todos los nudos y dejarlo, deshecho, en el suelo, como la ropa de alguien que se ha desvanecido, como el cadáver de una idea que es ya, solo, la raíz de un camión que no pasa, de un plátano enorme que no existe, de un horizonte que no es

[De Todo queda en nada, inédito]

* Eduardo Moga Bayona (1962) es poeta, traductor y crítico literario español. Licenciado en Derecho y licenciado y doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona, es autor de varios libros de poemas; el tercero, La luz oída, mereció el Premio Adonáis de Poesía en 1995, y con Insumisión recibió en Estados Unidos el International Latino Book Award en 2014. En 2024 más de ochenta autores de España y América le dedicaron como homenaje el volumen misceláneo Mago Moga.

Revista editada en Madrid por Teatrero del ITEM.
Registro Legal: M.17304-1980
ISSN(e): 3020-4062