El triunfo de la antipolítica: de Black Mirror a Alvise Pérez

Marta Monforte Jaén*

Monforte utiliza uno de los personajes de la serie distópica Black Mirror, Waldo el osito antisistema, para ponernos delante del espejo (quebrado, pero completo) de la antipolítica. Borish Johnson, Donald Trump, Javier Milei o, en el caso hispano, Alvise Pérez juegan con una caricatura diseñada para destruir el sistema desde dentro utilizando un pulso anarcoliberal del pueblo (los de abajo) frente a las instituciones en un discurso facilón pero de gran pegada.

Voy a contar una historia. Os quiero preparar ya, desde el principio;  aunque sea ficticia —es, de hecho, la trama de un capítulo de la célebre serie Black Mirror— no deja de ser real, porque habla de nuestra sociedad y la desafección que hace tiempo está instalada hacia la clase política, lo integrada que la tenemos y los peligros que conlleva.

Se acaba el año 2016, se acercan las elecciones y los candidatos a la presidencia de Reino Unido plantean estrategias con sus equipos, perfeccionan discursos y acuden a programas televisivos para conseguir atraer a ese electorado aún indeciso. Una de las cadenas más vistas del país emite su programa estrella en “prime time”. Esta noche habrá debate. Lo que no saben es que, además de contar con quienes aspiran a dirigir el país, habrá otro invitado y ese invitado es Waldo. ¿Y quién es Waldo, os preguntareis?

Waldo es un osito azul animado de aspecto adorable pero de lengua viperina que disfruta  ridiculizando a la clase política. Es soez, mezquino, provocador y certero.  Los políticos se convierten en su objeto de burla y pierden los estribos ante la poca seriedad del debate y las risas del público. Waldo consigue canalizar la desafección de la sociedad civil, se convierte en la voz de quienes están desencantados. ¿Les suena?

Más tarde, Waldo irrumpe en las elecciones persiguiendo y acosando a uno de los candidatos y el político, harto, intenta derrumbarle invitándolo a que se presente a las elecciones si cree que es tan fácil. Waldo así lo hace y consigue apoyos de personas bien situadas, que ven su potencial porque, aunque no es real, es mucho más real que los políticos.  Él representa lo “antipolítico”. Detrás de esta animación se esconde un ser humano, un humorista que carga con sus propios dramas y que acaba consumido por el propio personaje.

Finalmente, Waldo consigue el voto mayoritario de la población, que lo ve como un representante más “digno” porque dice lo que piensa, aunque no presente ningún programa electoral ni tenga una postura política definida, es elegido por ser una alternativa en una sociedad en la que ya no se cree en nada. La sensación que impera es que los candidatos tradicionales no se preocupan por los problemas de la población o, si lo hacen, no saben solucionarlos.

Al final de la historia, el humorista que ponía voz a Waldo y que abandona el proyecto cuando empieza convertirse en una locura vive en la calle, como un vagabundo. El mundo se ha convertido en una especie de Gran Hermanopresente en cada aspecto de la vida y en todos los rincones del planeta, en el que un cuerpo de policía casi paramilitar mantiene el orden. La historia, como ya advertí al inicio, es ficticia, pero podría ser real.

El Waldo español: el ascenso de la ultraderecha y el fenómeno de Alvise Pérez

Ha pasado una década desde la emisión de ese capítulo, que se me quedó grabado para siempre y que sirve para explicar el momento actual y, aunque suene distópico, quizá también el futuro. No son pocos los paralelismos que se pueden extraer entre Waldo y candidatos de carne y hueso, desde el propio exprimer ministro británico, Borish Johnson, a otro expresidente y candidato a la reelección de Estados Unidos, Donald Trump, o al actual mandatario argentino, Javier Milei. Todos ellos se presentan como ‘outsiders’ de la política, que dicen lo que piensan sin medir sus palabras, frente a un enemigo identificable —los medios, lo ‘woke’, los zurdos….—. Los hechos y los argumentos son eclipsados por eslóganes, símbolos y sentimientos.

Lo de utilizar discursos antipolíticos en beneficio propio también sucede en nuestro país. Es, diría, un fenómeno global. La población suele representar a los cargos públicos como vividores con sueldos astronómicos que únicamente se preocupan de su propia supervivencia y que no tienen escrúpulos. Se trata de una idea muy asentada en España, que sirve para explicar movimientos como el del 15M —que se convirtió en un grito de impugnación frente a los de arriba— pero que en los últimos años ha pasado a estar canalizada por la ultraderecha, construyendo un relato frente a esos supuestos privilegios pese a participar también en la misma rueda.

En las últimas elecciones europeas, celebradas el pasado mes de junio, pudimos comprobar la victoria de esa estrategia tras la irrupción de la candidatura del agitador ultra Luis Pérez, más conocido como Alvise. Bajo el nombre de Se Acabó la Fiesta (SAPF) lideró una agrupación de electores que le permitió obtener más de ochocientos mil votos y tres eurodiputados en esos comicios. Sin apenas cobertura televisiva ni en prensa, y a través de sus redes, esencialmente de su canal de Telegram, ha ido construyendo una comunidad virtual a la que alimenta con racismo, bulos y en la que identifica a la “partitocracia” como su principal enemigo.

Alvise ataca a todos, aunque con especial virulencia a los políticos de izquierdas, de los que suele publicar fotografías en su tiempo libre —llegó a publicar una imagen de la hija menor de edad del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez— y a los que achaca conductas supuestamente indecorosas que no puede probar. Su único objetivo es, en realidad, la deshumanización de su adversario político. Les presenta como protagonistas de conspiraciones y corruptelas que él afirma destapar y combatir.

Sin programa ni propuestas definidas, uno de sus reclamos para la campaña de las europeas fue la promesa de que, si resultaba elegido, se comprometía a sortear su sueldo de eurodiputado. Se trata de una promesa —incumplida, por el momento— esencialmente populista y que esconde un peligro: el de que solo se puedan dedicar a esa profesión aquellos que tengan un patrimonio suficiente para hacerlo. Sin embargo, sirve para explicar muy bien su éxito. Él se presenta como un outsider, como una persona que no pertenece a la política ni pretende enriquecerse con ella, pese a que ha pasado por partidos como UPyD, fue asesor del político de Ciudadanos Toni Cantó, y ha estado en la órbita tanto del Partido Popular como de Vox.

En la historia de Waldo, los electores le valoran positivamente por ser quien canaliza esa desafección. Ante una clase política corrompida que necesita una regeneración urgente, el descrédito y el hastío de los ciudadanos aumenta —se podría realizar un paralelismo con fenómenos como el Brexit en Reino Unido— y la política pierde relevancia, lo que da paso, años después, a un Estado parapolicial. Lo que comienza siendo una estrategia de marketing se acaba convirtiendo en una rebelión televisada contra todo un sistema y que, paradójicamente, reivindica una política sin políticos.

Hay un actor importante en el relato de Black Mirror que guarda paralelismos con Alvise y es el directivo de televisión que sólo piensa en la audiencia, sin respetar reglas o valores y que acaba convirtiendo a Waldo en candidato real al Parlamento, con una extraña teoría sobre lo que debería ser la democracia: básicamente, un mundo dirigido desde Internet donde las decisiones se basan en la cantidad de “me gusta” que obtenga una propuesta legislativa. En el caso del agitador español, él también utiliza sus redes para amplificar sus mensajes y tiene detrás a una comunidad absolutamente fanatizada.

El político como problema y no como solución

Por mi experiencia laboral como periodista que cubre la actividad del Congreso y de distintos partidos desde hace años en Madrid, impera el desconocimiento general sobre el trabajo de los diputados, la fase de elaboración de las leyes y las problemáticas a las que se encuentran. De media, se tarda entre uno y dos años desde que un proyecto de ley se presenta hasta que es aprobado, debe contar con informes preceptivos, pasar por comisión y siempre debe haber una mayoría parlamentaria que lo sustente. Sin embargo, este recorrido no suele trascender ni interesar —y gran parte de la culpa también la tenemos los medios— y son los choques entre políticos de diferentes bancadas los que suelen salir en las portadas y los telediarios.

Con todo esto no quiero exonerar a los políticos ni justificar determinadas actuaciones. El malestar por situaciones como la especulación en el mercado inmobiliario, el precio de la cesta de la compra, el estado de la sanidad pública o la calidad del empleo es lógico y comprensible. Y siempre hay que pedir que se haga más y personalmente abogo por salir a las calles a reclamarlo. Pero en la lista de problemas que los ciudadanos españoles suelen mencionar, según el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), también están los políticos. Un porcentaje nada desdeñable de los ciudadanos no los ve como la solución a sus preocupaciones, sino como la raíz de ella.

Según diversos estudios, la desafección hacia la política se incrementa en tiempos de crisis: ya no solo hacia los políticos, sino también hacia las instituciones. La etapa pandémica lo incrementó todavía más. Una de las principales dificultades a las que se enfrentan los gobiernos es la de combinar discurso y gestión. La gestión no suele “vender” y, paradójicamente, cada vez tiene menos peso a la hora de ir a votar. Un ejemplo palmario es que los datos de paro se han reducido hasta niveles anteriores a la crisis de 2008, pero lo que marca la campaña ya no es la economía, sino la amnistía.

Los partidos están imbuidos en la batalla del relato. Todos, sin excepción. La gestión, muy a menudo, pasa a un discreto segundo plano porque suele generar contradicciones con el propio discurso público. Las promesas electorales se difuminan y los cambios profetizados no se pueden llevar a cabo, ya sea por falta de medios y recursos, por sentencias judiciales o, simplemente, por falta de interés. Esto suele generar tensiones entre los partidos y sus electores, que reciben con decepción lo que en su día fue ilusión.

Esa ilusión perdida sirve para explicar el auge y caída de fenómenos como Podemos, que llegó a desafiar al PSOE la hegemonía de la izquierda, pero al que perjudicó —entre otras cuestiones— la decisión de compartir gobiernos, primero autonómicos y municipales y más adelante el central, con los socialistas. Comprobaron en primera persona los límites del sistema y, aunque trataron de dar la batalla al PSOE en distintas materias, ni impulsaron los cambios que pretendían alcanzar ni lograron consolidar ni su poder territorial. Les tocó aprender que ser el socio minoritario de una coalición siempre es difícil, porque los logros se los lleva el partido grande pero las derrotas son compartidas.Y en la última batalla casi siempre pierde el pequeño.

Pero esto no sucede únicamente en la izquierda. La reciente decisión de la dirección de Vox de romper todos los gobiernos autonómicos compartidos con el PP también va en la misma senda. Los ultraderechistas interpretan que están decepcionando a su electorado al no poder cumplir con su promesa de “erradicar la inmigración” —ya saben, a situaciones complejas, respuestas xenófobas— y, ante la irrupción de Alvise, se quieren presentar a sí mismos como los guardianes de las esencias, dispuestos a renunciar a cargos públicos por sus principios. Vox se ha dado cuenta, igual que le sucedió a Podemos en su día, que no estaba rentabilizando su presencia en las instituciones, sino que incluso les estaba perjudicando. El peligro de que la gestión del día a día quede prácticamente difuminada y únicamente importe el último chascarrillo, la hipérbole y el relato interesado  —sea cierto o no — nos interpela a todas. La antipolítica ha venido para quedarse y vive de cada ‘es que todos son iguales’ o ‘votar no sirve para nada’. En la historia de Black Mirror se produce un conflicto que se enmascara a través de un personaje “cómico” pero que se antepone a todos los ideales que han ido forjándose en el mundo con los movimientos civiles. Lo que está en juego no es la turnicidad entre un partido político u otro, sino los propios avances logrados y que podrían desvanecerse con el próximo Waldo.

* MARTA MONFORTE JAÉN (Benicàssim, 1993) ha trabajado en la radio municipal de Madrid, se mudó a Bruselas para trabajar en el Parlamento Europeo para pasar después al diario Público. Actualmente, escribe en Infolibre sobre política, el Gobierno y el Congreso. Cuando no sabe, pregunta.

Revista editada en Madrid por Teatrero del ITEM.
Registro Legal: M.17304-1980
ISSN(e): 3020-4062