El día del fin del mundo: inteligencia artificial y crisis medioambiental
Pablo Chiuminatto establece una conexión, no tantas veces apuntada, entre la crisis medioambiental y el desarrollo de la inteligencia artificial. La narrativa distópica de la invasión ha sido sustituida por la autodestrucción voraz derivada del colapso ambiental de la civilización a partir del fin de la “naturaleza barata”. El mundo no acabará con una explosión, sino con un gemido.
En mayo de 2024, la UNESCO publicó un documento con recomendaciones sobre Inteligencia Artificial y Democracia, a cargo de Daniel Innerarity (UNESCO 2024).[1] El texto viene a contribuir al proceso de reflexión derivado de la divulgación de este tipo de tecnologías. Lineamientos que ayudarán a una integración más responsable y equilibrada de estos desarrollos. Sin embargo, resulta llamativo el hecho de que, si comparamos este documento con uno anterior de 2021, Recomendación sobre ética e Inteligencia Artificial, resalta el hecho de que en el más reciente no hay una mención especial a la correlación entre el contexto de emergencia de la Inteligencia Artificial (en adelante IA) y la necesidad de conservar los ecosistemas, la biodiversidad y la vida. En la publicación de 2021 constantemente se hace mención a esta urgencia, aunque nunca se utiliza la noción de “crisis ambiental” o “crisis climática”, lo más cercano es “cambio climático” (64 y 70).
¿Por qué debieran ambos argumentos estar relacionados? Bueno, porque el surgimiento de estas capacidades de producción, almacenamiento y gestión de datos está ocurriendo en un mundo que, paralelamente, tal como lo han subrayado las principales entidades globales y los estudios científicos, ha entrado en un proceso ya no solo de crisis medioambiental sino, directamente, de ebullición (Johansen, 2023). Por lo mismo, es inquietante que la preocupación por los límites éticos en el uso y la masificación de este tipo de tecnologías en relación con la democracia no considere al menos el contexto de crisis medioambiental y de biodiversidad en el que se disemina el uso de las IA generativa, cuando –para decirlo directamente–:¿qué tanto nos puede preocupar estas tecnologías si las condiciones de vida y de biodiversidad en el planeta se pierden a una velocidad mayor a la de las capacidades regenerativas de éste?
Mientras voces proféticas cuentan versiones más o menos catastróficas de la irrupción de estas tecnologías, otros imaginan ese proceso, tal como ese inesperado momento del fin descrito por el poeta polaco Czesław Miłosz (1919-2004), en 1944, cuando publicó la “Canción del día del fin del mundo[2]”. En ese momento, aún quedaban algunos meses para la materialización del hito tecnológico que se volverá la evidencia inaugural de la capacidad humana de autodestrucción: la bomba atómica.
El fin del mundo hasta ese momento solía ser imaginado a partir de un destino superior, divino para algunos, para otros sideral, motivado por dioses o el cruce con un improbable asteroide. Otras versiones imaginaban la llegada de una civilización extraterrestre que, como otros modelos de conquista, nos someterían hasta convertirnos en una colonia de algún imperio mayor y poderoso. Narraciones que siempre consideran un sobreviviente al colapso, curioso rasgo que suele marcar la literatura especulativa del fin del mundo. Siempre alguien que sobrevive para contarlo.
Más de medio siglo después de ese poema célebre, la imaginación finalista ha cambiado, y vienen a sumarse otros hechos marcados por una fuerza reciente, humana también, capaz de actualizar la noción de fin de mundo a partir de otra versión, la autodestrucción voraz –ya no ficcional, ni profético-mística, ni alienígena, sino lenta y gradual– derivada del colapso ambiental de la civilización. Una capacidad que, podríamos decir, ya se pudo atisbar con los efectos de la clausura nuclear de la Segunda Guerra Mundial. De ese instante pronto será un siglo, pero, tal como el caso de las IA, en realidad, es preciso volver a un tiempo anterior para comprender la capacidad destructiva de las tecnologías atómicas, un siglo y medio antes. El salto en la matriz energética a fines del siglo XVIII, la mecanización primero, la industrialización después, fueron el paso firme hacia el complejo empuje que, junto con aportar al bienestar humano, primero con el carbón y luego con el petróleo, impulsaron el reloj prometeico de la crisis ambiental que marca la senda del mundo hoy.
Cuando los datos científicos demuestran que las condiciones de la crisis climática global y las evidencias de su efecto sobre el planeta son patentes, se anuncia la llegada a la vida cotidiana de estos poderosos sistemas de asistencia y de manejo de datos. Para algunas comunidades es parte del camino del desarrollo de las ciencias y las tecnologías –hay también los indiferentes como siempre– pero, en paralelo, emergen voces que llaman a detener el avance o al menos controlar su penetración y acceso. Éric Sadin, por ejemplo, ha llamado a este proceso “un abuso de lenguaje” (2023), motivado por su crítica a la intervención de los sistemas complejos de recomendación con IA, entendida como una alteración de la capacidad humana de decisión, de la voluntad, del ser mismo. Hay otras voces, por cierto, incluso más críticas.
Puede sonar somera esta descripción, pero es necesaria para que se aprecien las perspectivas en tan breve espacio. Hacía tiempo que la civilización daba señales de una crisis, si es que alguna vez estuvimos fuera de ese régimen y ritmo. El proceso combinado de crisis medioambiental y desarrollo tecnológico extremo implica además una transformación en la percepción temporal de esa instancia final de colapso. Hace tanto tiempo que se anuncia un final, resolutorio y fulminante, luminoso para algunos, siniestro para otros, que su llegada parece una aspiración motivada por la impaciencia. Tal vez es eso precisamente lo que polariza las posiciones entre profetas y agoreros que divisan, primero en las capacidades computacionales, y luego en la IA el primer paso antes de la llegada de androides casi humanos, y el preludio del desenlace de la máquina contra sus creadores. Mientras ese tiempo llega, el telón de fondo tradicional para la humanidad, su medio ambiente, se deteriora aceleradamente hasta hacer difícil la sobrevivencia. Al mismo tiempo las artes, la cultura, entiéndase, el cine, la literatura y los videojuegos dan señales de la proliferación de distopías, a veces utopías también, en distintos grados de idealismo o nihilismo (Martorell Campos 2021).
La distopía como género imaginativo no solo supone la representación intelectual y cultural respecto de un mundo que se fue o del que está por venir, el que, por otra parte, se refleja en las superficies brillantes de las máquinas que aprenden, sino que además da forma a uno de los mercados más potentes de los medios de comunicación de masas y de las industrias creativas, en la medida que narra en tiempo real ese colapso. No todo lo que se produce desde las artes pertenece al género distópico, pero un número importante recibe gran aprobación del público y la crítica, mientras, como dirán algunos, esos mismos medios aportan con formas de evasión radicalmente indiferente al proceso que nos convoca. Insisto, no es la primera vez ni será la última. O quizás, sí. Son miles de años ya, en que nos apasiona la apuesta por el final (Ancinas 2001; Kossmin 2018).
Esa hegemonía de la violencia y del testimonio posterior a la calamidad en los relatos, se presenta mediada por la ruina de este mundo. Una que en poco se parece a la que romantizó la sociedad europea de inicios del siglo XIX y que hoy podemos reconocer que anticipaba el futuro de las sociedades que en ese mismo momento se levantaban, fruto del desarrollo ligado a un factor contemporáneo: el desarrollo de los combustibles fósiles, el ritmo de los motores a vapor, el carbón y su energía humeante. En paralelo, de esas mismas prospecciones surgirían renovadas disciplinas como la arqueología, la geología y otras ciencias relacionadas con el tiempo fosilizado (Simonetti, 2019). Mientras, relatos, tramas y finales asumirán la distopía como imaginario, la ciencia ficción producía imágenes de un futuro, consecuencia de las evidencias y de las mutaciones simbólicas drásticas derivadas de la información circulante.
Del mismo modo hoy, una versión auspiciosa de la situación de la ciencia y la tecnología busca anunciar que esta crisis no es más que un momento pasajero, hasta que se dé con niveles óptimos de desarrollo en una nueva estabilidad, y se produzca el revés “verde” (clorofílico) que contrarreste con este presente “negro” (de carbón y petróleo) imperante. Momento en el que la humanidad se despertará aliviada con la noticia de que no fue más que un gran susto, un mal sueño.
La huella funesta que marca los dos siglos intensos de la gran fiesta de los combustibles fósiles, las distintas versiones de la electricidad, la energía atómica, la computación, la inteligencia artificial y contando, está aquí. Donna Haraway llama a esto el fin del concepto de “naturaleza barata” (2015). Sabemos bien cuál será el próximo proceso o contexto de crisis, la ciencia lo indica, no la literatura tan solo –sequías, inundaciones, otras pandemias, guerras por el agua o las tierras fértiles, desplazamientos poblacionales, dictaduras, hambrunas, decrecimiento poblacional o tiranías. Por otra parte, por momentos, pareciéramos desconocer esas señales. Pero si de algo podemos estar seguros, es que desde ahora en adelante el fin del mundo no es una perspectiva subjetiva, sino una condición global, que no reside en la esfera de las creencias, sino en la realidad que impone la Naturaleza en mutación, en tanto requisito para la vida. Mientras ese destino avanza asistimos a los efectos de los desarrollos tecnológicos como protagonistas del intenso mercadeo de la innovación, uno que compite por acaparar la apuesta del porvenir, sin importar, pareciera, el escenario medioambiental en que se emplaza.
El proceso de duelo anticipado por la civilización, desde la ficción, ya está en marcha. La predicción de desarrollos tecnológicos que desde hace más de un siglo imaginaron los avances de los que disfrutamos hoy, no es solo una vertiente literaria, sino parte del discurso científico; de ahí que la llamemos ciencia ficción o ficción especulativa. Una parte parecía traer bendiciones, otras, maldiciones. Teléfonos con audio y video, autos que vuelan, casas con energía solar, naves submarinas, educación por televisión, fueron imágenes de un futuro anterior. Todas implicaban una transformación cultural a la que no se asignaba particularmente una consecuencia negativa sobre el medioambiente. Sin embargo, en la medida que todos esos adelantos fueron realizándose, con mayor o menor cercanía a los modelos imaginados, cada uno de ellos se manifestó en sus consecuencias.
La acumulación de secuelas se vuelve la realidad de las causas de la situación actual, multiplicado por el factor amplificador de un aumento exponencial de la población durante los últimos dos siglos, pero especialmente en el último (Serres, 1991 y 1995) y el actual proceso inverso (Skakkebæk et al. 2022). Y si bien para algunos el colapso global es evitable, resulta evidente que no se ha logrado convencer a una buena parte de los países desarrollados, y menos aún a los que intentan alcanzar ese estatus, sin por eso lograr fomentar un cambio en el modelo de sobrevivencia humana. Esto, a pesar de toda la información científica que, hace ya más de setenta años, muestra que es urgente tomar medidas y que no es posible continuar a este ritmo sin la destrucción del ecosistema que permitió la vida por cientos de miles de años.
La angustia de muerte se convierte así en un síntoma global. Quizás esa sea incluso la posición más esperanzada, sobre todo si la comparamos con aquella que niega el proceso en el que nos encontramos. Lo que se percibe como la realización del colapso no coincide sino con una catástrofe de responsabilidad humana, con escasas esperanzas. No culpo a las nuevas generaciones por sentir lo que se identifica hoy como “ecoangustia o ecoansiedad”, pues sienten como real una posibilidad de finitud sin redención y, al mismo tiempo, planetaria. Algo nunca visto. El giro radical al que asistimos ya no pertenece ni a los idealismos de la juventud de fines del siglo XX ni a los nihilismos de fines del XIX. Ya no se trata de la tensión entre vida e historia, realidad social y realidad política, sino de una transposición del concepto de ser humano, biodiversidad y naturaleza. El mensaje que reciben las nuevas generaciones es absolutamente contradictorio, vivimos en el imperio del “doble vínculo”. Radicados en un mundo que destruimos en la medida que participamos de él, en una versión del modelo comunicacional de Gregory Bateson (1998) pero global.
Basta que nos levantemos de nuestras camas para dejar una huella de carbono en el mundo y de culpabilidad en nuestras conciencias. Eso es tan real como insoportable. El mayor problema, sinceramente, no es exclusivamente pensar en el control ético, jurídico o político de la IA o los regímenes de verdad y post-verdad, sino en el hecho de que estas condiciones convergen con la crisis que amenaza la vida humana y la biodiversidad. La complejidad está en su coincidencia. Se hace urgente así una reprogramación colectiva coordinada, para ser capaces de soportar la destrucción de aquello que llamamos Mundo y que de paso perdimos por desidia, codicia y ambición, mientras nos enfocábamos en los desarrollos humanos, principalmente tecnológicos, destruíamos lo que suponíamos permanente y estable.
Es comprensible que muchos hayan perdido las esperanzas. Habría que preguntarse qué tipo de templanza necesita una sociedad que debe prepararse para el colapso. En conexión permanente e interconectados, somos testigos de cómo emerge el sentimiento trágico de esta nueva condición de subsistencia, en un proceso intenso de vaciamiento práctico del porvenir. Es posible intuir que surgirá un nuevo escenario global en respuesta a estas condiciones, a las herramientas y a la nueva velocidad consecuente. Resulta paradojal que la prensa, pero también personas de la ciencia y la academia estén más preocupadas por la aparición de las tecnologías computacionales asistidas con IA que del hecho que millones de personas serán las víctimas de la adaptación medioambiental del propio medio ambiente a las nuevas condiciones del efecto humano. Se plantean discursos llamativos en relación con esas tecnologías (Harari, 2023 especialmente; Sadin 2019 también, entre otros). Suenan las alarmas por estos instrumentos provenientes del futuro que amenazan el presente, pero resulta aún más extraño que a veces lo nuevo no sea auspicioso, si todo se predispone para su despliegue. ¿No es este el mismo escenario donde se le da tanto espacio a la innovación como puerta al porvenir?
La valoración de lo antiguo, la identificación del pasado con lo obsoleto, lo caduco y lo que urge superar, se alza como un fantasma que recuerda el revés fáustico de un umbral que la propia innovación creó. Aquí tienen el resultado. El perspectivismo de la innovación y la noción de conocimiento de punta, sumado al del emprendimiento, es parte de los principios de ambivalencia que resiente la sociedad actual. Si insistimos en identificar el pasado con lo errado, que todo pretérito es lo que tenemos que superar para un conocimiento futuro, y, por otra parte, que todo pasado fue mejor, quedando en evidencia la contradicción que les hemos heredado a las nuevas generaciones. Las IA no son más que un semidios en el giro nefasto que anunciaba el coro de la segunda parte de la Antígona, frente a todos los avances tecnológicos que describe ese pasaje escrito hace más de dos mil años atrás, y que daba cuenta de la pesca, la agricultura, la ganadería, entre otras; el texto de Sófocles anticipa: “nada más pavoroso que el ser humano”. La principal diferencia de la situación actual con otros momentos de la historia es que esa capacidad creativa, así como destructiva, nunca había tenido un alcance planetario, global, hasta la llegada de las armas atómicas. Pues bien, ahora el desarrollo que permitió ese avance que parecía tener consecuencias relativamente acotadas, pero necesarias para ese bien mayor, resulta que no es sino la señal de un deterioro más lento y profundo, derivado del desarrollo humano –de la producción, del consumo, y de la industrialización intensiva– afectando eso que por tanto tiempo ha sido considerada como la escenografía de la vida humana, la naturaleza y el medioambiente.
Referencias
Acinas Lope, Blanca. (2001), “De la literatura apocalíptica” en Blanca Acinas (coord.), En torno al Apocalipsis, Madrid, BAC.
Bateson, Gregory. (1998). Pasos hacia una ecología de la mente. Lohlé, Lumen.
Harari, Yuval Noah. (2023) “AI and the future of humanity”, Frontiers Forum. Video consultado en octubre 2023, enlace
Haraway, D. (2015). “Anthropocene, capitalocene, plantationocene, chthulucene: Making kin”. Environmental humanities, 6 (1), 159-165.
Johansen, B. E. (2023). “Climate Crisis: Code Red for Humanity and Our Home Planet: AScorecard for an Apocalypse”. Global Warming and the Climate Crisis: Science,Spirit, and Solutions (pp. 97-197), Cham, Springer International Publishing.
Kosmin, Paul J., (2018), Time and Its Adversaries in the Seleucid Empire, Cambridge, MA: Harvard University Press.
Martorell Campos, Francisco. (2021), Contra la distopía. La cara B de un género de masas. Valencia, La Caja Books.
Steffen, W., Grinevald, J., Crutzen, P., & McNeill, J. (2011). “The Anthropocene: conceptual and historical perspectives”. Philosophical Transactions of the Royal Society A: Mathematical, Physical and Engineering Sciences, 369 (1938), 842-867.
Sadin, É. (2019). “La inteligencia artificial: el superyó del siglo XXI”. Nueva Sociedad, (279), 141-148.
–––––. (2023) Clase magistral, Centro Bioética de la Pontificia Universidad Católica deChile, (enlace)
Skakkebæk, N. E., Lindahl-Jacobsen, R., Levine, H., Andersson, A. M., Jørgensen, N., Main, K. M., … & Juul, A. (2022). “Environmental factors in declining human fertility”. Nature Reviews Endocrinology, 18(3), 139-157.
Simonetti, C. (2019). “The petrified anthropocene”. Theory, Culture & Society, 36 (7-8), 45-66.
Serres, Michel (1995): Atlas, Madrid, Cátedra.
———. (1991): El Contrato Natural, Valencia, Pretextos.
UNESCO. (2021) Recomendaciones éticas sobre la Inteligencia Artificial (enlace)
(2024) Inteligencia Artificial y Democracia (enlace)
[1] https://unesdoc.unesco.org/ark:/48223/pf0000389736_spa
[2] https://www.theclinic.cl/2017/11/30/poema-czeslaw-milosz-una-cancion-fin-del-mundo/
* Pablo Chiuminatto, académico de la Facultad de Letras, Pontificia Universidad Católica de Chile. Este artículo es parte de una investigación Fondecyt Regular nº1230624, “Otro fin de mundo es posible” del Ministerio de Ciencias, Tecnologías, Innovación y Desarrollo de Chile. pchiuminatto@uc.cl