Canciones para después de una pandemia
La pandemia del Covid 19 ha dejado meridianamente claro el papel de la música en las sociedades modernas: insignificante. La falta de respeto demostrada por los gobernantes hacia la actividad artística ha sido palmaria. El sector musical fue desde el inicio de la crisis sanitaria uno de los más afectados por la crisis, pero las ayudas institucionales despreciaron entre sus prioridades a un sector básico para las sensibilidades humanas, pero también para la economía y la salud cultural de nuestro país.
El uso folklórico de la música en el inicio de la crisis del coronavirus marcó los cauces por los que discurrió el deterioro que han sufrido los profesionales hasta hoy. Los cánticos omnipresentes como Resistiré (compuesta por Carlos Toro, voluntario en el Ejército Republicano durante la Guerra Civil) o los rítmicos aplausos vespertinos de apoyo a los trabajadores sanitarios fueron casi todo lo que la sociedad española fue capaz de articular en defensa de la música durante las fases más virulentas de la pandemia.
Algo después se extendió por las grandes ciudades el fenómeno “Música en los Balcones”, en pleno confinamiento. Bastantes artistas ofrecían desde su hogar conciertos en apoyo a la resiliencia ciudadana y solo a cambio de un agradecimiento comprensivo; o sea, a cambio de nada. Como se suele decir, desde que los fenicios inventaron el dinero solo hay una manera de dar las gracias…
Afecto y aprecio social, sí, pero ayuda económica real, cero patatero. Las manifestaciones hogareñas desde las terrazas sirvieron al menos para quebrar el silencio sobre la angustiosa situación de miles de artistas. Con el paso de las semanas fueron cristalizando otras formas de protesta entre las gentes de la cultura. La atomización y dispersión del sector musical dificultaron la vertebración de reivindicaciones contundentes a la Administración, pero la necesidad apretó lo suficiente para que varias iniciativas cobraran cuerpo. En septiembre de 2020, afloró Alerta Roja, impulsada por MUTE (Movilización Unida de Trabajadores del Espectáculo), un fenómeno espontáneo que se extendió a través de las redes sociales. Pedían al Gobierno medidas urgentes para “regularizar y dignificar a los trabajadores del sector cultural”, con presencia notable de músicos y profesionales de espectáculos y eventos, suspendidos desde el minuto uno para frenar las concentraciones que pudieran alentar contagios.
Para entonces, las autoridades españolas y las de otros países de nuestro entorno -como se decía antes- ya habían decidido qué era sistémico y qué actividades eran más bien superfluas. Los trabajadores de la cultura comprobaron una vez más el tradicional valor que otorgan los políticos a su talento, como recientemente ha demostrado el líder de la oposición al exhibir sus conocimientos sobre Aldous Huxley y su obra “escrita en 1984”. Nada extraño, como se puede comprobar discurso de investidura tras discurso de investidura, cuando los nuevos presidentes de Gobierno apenas incluyen un párrafo o dos dedicados a los deportes y a la cultura, para que no se diga. Cuando llegó la hora de la verdad las autoridades dieron la espalda a ese ornamento tan socorrido en las proclamas llamado cultura, dejando arrinconadas entre las ayudas oficiales las que deberían haber llegado a los músicos y demás profesionales de las artes.
El fenómeno es internacional, con matices propios de cada país. Varios estudios en Reino Unido y Estados Unidos confirmaron desde el arranque de los confinamientos las graves estrecheces económicas de los músicos. El 55 por ciento de los profesionales británicos dedicados a la partitura indicaron a Help Musicians (organización caritativa) que sus ingresos eran nulos desde meses atrás; por ello, un gran número de músicos barajó la opción de abandonar la vocación y dedicarse a algo más seguro en términos de subsistencia.
Tal derrotismo se extendió por los cuatro puntos cardinales, pero muy pocos alzaron la voz en protesta por el trato despectivo. Por ejemplo, el músico irlandés Van Morrison comenzó a gruñir desde su cuenta de Twitter a mediados de 2020 y emprendió una cruzada casi en solitario contra las medidas adoptadas. Acusó a las autoridades de aprovechar el drama para acelerar los tradicionales tejemanejes contra las libertades personales. La prohibición de música en vivo en lugares cerrados de Inglaterra se prolongó durante los meses más duros de la pandemia. Las declaraciones del irlandés “contra la pseudociencia” dieron paso a canciones en las que criticaba las restricciones. Morrison publicó en su web: “Hago un llamamiento a mis compañeros cantantes, músicos, escritores, productores, promotores y otros en la industria para que luchen conmigo en esto. Avanza, ponte de pie, lucha contra la pseudociencia y habla”. No recibió demasiadas adhesiones, pero sí el apoyo de uno de los más grandes, Eric Clapton, quien se sumó al irlandés en las denuncias de discriminación. Más adelante se movilizaron muchos otros ingleses, alemanes o portugueses para defender su modo de vida e ingresos.
En España, músicos y escritores (Vetusta Morla, Rayden, Quique González, Elvira Sastre, Miguel Poveda o Benjamín Prado) se sumaron a Alerta Roja. Las limitaciones a la movilidad y a las concentraciones humanas eran perfectamente lógicas en términos epidemiológicos; sin embargo, los agravios comparativos se plasmaron en negro sobre blanco cuando el Gobierno fijó lo que consideraba actividades sistémicas y/o esenciales: servicios financieros, tanto bancarios, como seguros, junto a las “actividades propias de las infraestructuras de pagos y de los mercados financieros”; notarías; distribución comercial; transporte; servicios meteorológicos; fuerzas armadas… Y así hasta 25 grupos de actividades que se definieron al rebufo del Real Decreto Ley 10/2022, de 29 de marzo de 2020. Ni una sola se acercaba de lejos a la cultura. Una vez más se impuso la añeja cita latina primum vivere deinde philosophari (“primero vivir, luego filosofar”), esa rancia jerarquía que siempre deja de lado las prioridades mentales. España es una potencia mundial en desprecio y olvido a las gentes que se dedican a algo tan esencial.
El negocio musical padeció en carne propia la diferencia de trato respecto a, por ejemplo, los acontecimientos taurinos y deportivos. La cultura se contempló desde los poderes como un potencial foco infeccioso y punto. Así el grito de “Cultura Segura” se abrió paso como aglutinante de las necesidades no atendidas, pero al mismo tiempo como denuncia del agravio comparativo frente a otros espectáculos de masas. El Manifiesto de Medidas Urgentes que lanzaron los artistas explicaba que “el sector está viviendo una situación límite que, de no paliarse, supondrá la ruina de miles de familias, la imposibilidad de mantener el empleo y la inviabilidad futura de las empresas y de la actividad de muchos profesionales”. Su empeño era explicar que no hay contradicción entre apoyar las medidas sanitarias y respetar las necesidades mínimas de supervivencia del sector musical.
La fragilidad extrema de la música en España antes, durante y después de la fase aguda de la pandemia ha quedado en evidencia. La actitud durante la crisis del ya exministro de cultura, Joan Manuel Rodríguez Uribes, puede calificarse de deplorable. Escurrió el bulto durante meses y trasladó responsabilidades a los consejeros de las Comunidades Autónomas y ayuntamientos. En un alarde de consciencia de la angustiosa situación, declaró: “Hemos coincidido en la necesidad de hacer mucha pedagogía entre todos a favor del concepto de Cultura Segura”. Ese escalofriante compromiso sirvió al político para emplearse después como embajador delegado permanente en la Unesco una vez fuera del Ejecutivo. Cosas veredes…
El sustituto, Miquel Iceta, leyó un discurso en su toma de posesión que silenciaba el drama sufrido y se mojaba tanto en su empeño por cambiar las cosas como las aceras de Écija en agosto. No mencionó una palabra sobre el dolor de los profesionales del sector en su travesía por el desierto y expuso que “a veces a algunos todavía nos cuesta decir industria cultural, porque le hemos dado a la cultura una perspectiva humanista y a veces nos cuesta verla también como un sector económico y de poder muy, muy relevante”. Ciertamente, como apuntó Iceta, la óptica dominante define a la música como una manera de entender la vida y poco más. Esas cadenas perceptivas dejan a la intemperie a miles de personas que apostaron su existencia al sueño musical y han sido carne de cañón en la trinchera que padece la némesis del poder. De alguna forma ya lo expresó Shakespeare: “Si la música es el alimento del amor, seguid tocando / Dádmela en demasía para que, con hartazgo / Me asquee al apetito y así muera”.
La cultura está abandonada, porque “solo” ayuda a disfrutar, pensar y gozar la vida, y siempre queda arrinconada entre las prioridades de quienes rigen nuestros destinos. Los artistas son la vanguardia del pensamiento y una parálisis de la actividad cultural daña a la sociedad sin que las autoridades muevan una ceja. Porque la música es una necesidad y no un lujo, y aquellos que la ven como capricho prescindible y superfluo, aquellos que dan la espalda al latido cultural de una calle, de un barrio, de una ciudad o de un país, traicionan el verdadero espíritu de su pueblo. La cultura ha de ser lo primero y no lo último entre las prioridades de los gobernantes, sean del signo que sean. Los profesionales de la música y de la cultura no pueden malvivir, porque confieren dignidad a la sociedad de la que surgen. Sólo así podrá nuestro país defenderse del adocenamiento y la estulticia: no hay vida inteligente sin música, sin arte, sin cultura.
La “guerra” contra el coronavirus ha recordado a otros conflictos bélicos. En plena Segunda Guerra Mundial, con Londres golpeado por los demoledores bombardeos de la Luftwaffe, varios estrategas plantearon al primer ministro británico la necesidad de trasvasar todo el presupuesto de cultura a gastos militares. El dilema era claro: dar prioridad absoluta a la fabricación de aviones, tanques, bombas y resto de armas o continuar la guerra sin dejar de sostener los museos, la radio cultural y la investigación educativa. Sir Winston Churchill (1874-1965) dejó que le expusieran los argumentos favorables a la apuesta militar y luego respondió: «Si acabamos con la cultura, ¿entonces para qué peleamos?».
La respuesta a esa pregunta sigue viva hoy y ha dejado al descubierto una vez más la miseria musical en España. La respuesta de las autoridades ha sido desalentar esa lucha tan necesaria para la salud democrática. Ya es hora de situar la música entre los valores sistémicos.
* Pedro Miguel López (Miguel López). Periodista. Más de 35 años dedicado a la comunicación, con actividades diversas que oscilan desde el ámbito periodístico al publicitario, jalonadas con colaboraciones en medios (prensa, radio y televisión), consultoras y editoriales.