Del Teatro en La Pluma, o Cipriano Rivas Cherif

Javier Huerta Calvo*

A la memoria de Manuel M. Azaña y Amalia Jiménez,

almas de la librería La Pluma en los felices 80.

Aunque no se explicite en su manifiesto fundacional, La Pluma concedió al teatro un lugar relevante a través de muy notables artículos tanto académicos como divulgativos, reseñas críticas de estrenos y libros, crónicas sobre la actualidad escénica de otros países, edición de piezas teatrales, semblanzas, etc. Culpable del más del ochenta por ciento de todo ello fue el secretario de la revista, Cipriano Rivas Cherif, figura clave en la vida teatral del primer tercio del siglo xx. Acaso por sus reiteradas colaboraciones, alternó su nombre con el seudónimo de «Un crítico incipiente». Escribir del teatro en La Pluma es, pues, escribir de Rivas Cherif en una circunstancia, como fue la de los primeros años 20, decisiva para el devenir de la escena española. Su buen conocimiento de la escena internacional, además de su temperamento inquieto e inconformista, avalan su papel en la publicación que dirigiera su cuñado, Manuel Azaña. Se trata de una incesante labor que tiene como norte la convicción de que el teatro precisa de una profunda transformación en España; transformación que no solo afectaría a los autores sino también a los actores, directores, escenógrafos, críticos y, last but not least, los espectadores.

El diagnóstico de Rivas parte de la inobjetable decadencia del teatro, consonante con la decadencia misma de la sociedad española. A pesar de las apariencias, denuncia que «en España no hay teatro, con sobra de ellos. Faltan el autor dramático, el cómico y el público». Sobre estos tres pilares ‒autor, actor, espectador‒ asienta nuestro crítico su discurso, del que son ilustres referentes Lugné-Poe, Antoine, Craig, Copeau, Marinetti, Cocteau, Podrecca… Es decir, la flor y nata de la dirección escénica en Europa. Con el solo precedente de Benavente y quizá de Adrià Gual, Rivas argumenta siempre desde la vocación y perspectiva del director de escena, un oficio prácticamente inexistente a la sazón en nuestros lares. Sin llegar a expresarlo tan claramente, Rivas es el primero en valorar la función del director, no como mero administrador o productor de la cosa teatral, sino como auténtico poeta de la escena ‒según lo definiría Jean Vilar‒ en igualdad de rango, y, en ocasiones, hasta en superioridad respecto del dramaturgo. Si este crea la obra, el director es el creador del espectáculo y, por lo tanto, quien debe mediar, desde el más alto criterio estético, entre el artista y la sociedad, el dramaturgo y el público. Le compete, pues, una misión sagrada: «Mientras subsista la organización actual de la sociedad, corresponde al artista mantener el fuego sagrado del arte puro, es decir, trascendente. […] Para ello es preciso luchar sin tregua contra el rebajamiento industrial del teatro. Hay que orear la escena, organizar espectáculos al aire libre, fundar cooperativas de cómicos y autores en sustitución de las empresas explotadoras del negocio teatral, reeducar al cómico y al espectador libertándolos de los hábitos adquiridos en una ruina ayuna de ideal».

Empeño arriscado: invocar el ideal en un medio tan condicionado por los dineros y los intereses. En esto Rivas parece un fiel discípulo de Giner de los Ríos. Y, aun cuando el proyecto no era institucionista sino socialista (de la Unión General de Trabajadores), Rivas se deshace en elogios hacia el Teatro de la Escuela Nueva (T.E.N.), que le serviría de inspiración para proyectos suyos futuros como el grupo CARACOL, el Teatro de la Escuela de Arte (TEA) e incluso sus admirables iniciativas de teatro penitenciario, ya en la posguerra, en el penal del Dueso, a las que Juan Aguilera Sastre ha dedicado un magnífico ensayo. Pese a sus imperfecciones técnicas, Rivas pondera las nobles intenciones del T.E.N., en realidad una suerte de «cooperativa espiritual, en que autores, cómicos y público, más que la complacencia en un espectáculo perfectamente realizado, se propongan la contemplación en cada ensayo de una idea, inacabable de tan vivo». A pesar de la adscripción socialista, Rivas, que confiesa no serlo, ve el proyecto ‒en el que se estrenó Un enemigo del pueblo, de Ibsen‒ con ojos integradores, pues ha interesado a figuras tan distintas como Valle-Inclán, Magda Donato, Juan Ramón Jiménez… Y no deja de lamentar el celo censor del gobierno de entonces, con la prohibición de alguna obra y la dilación de otras, como la Farsa y licencia de la reina castiza.

Al juicio de Rivas, ni las obras teatrales de Galdós, ni las de Unamuno o Valle-Inclán pueden considerarse radicalmente innovadoras y mucho menos vanguardistas, «pero ya el hecho de que no supediten su inspiración al criterio agarbanzado de empresarios y cómicos, ni desdeñen tampoco la colaboración del espectador, antes bien, la estimulen incluso irritándola, denota una inquietud mucho más atractiva para el buen aficionado que la fácil transigencia en que se frustran algunos temperamentos sensibles, pero flacos y sin resistencia contra la adversidad, o en que hallan escandaloso acomodo otros, desfachatados simuladores de toda nobleza artística y social». Curioso que Rivas se valga del adjetivo agarbanzado hablando de Galdós, cuando este había sido tachado de garbancero en Luces de bohemia. La retórica de Rivas es algo alambicada en ocasiones, pero ‒como decíamos‒ su contenido no dista mucho de las propuestas regeneracionistas que, en el orden educativo y cultural, propugnaba la Institución Libre de Enseñanza.

Esta perspectiva más «social» que estetizante es la que hace a Rivas desmarcarse de otras aventuras experimentales, como los «teatros de arte» o «teatros artísticos», cuya repercusión se ceñía a unas cuantas minorías cultivadas. En esto, el crítico viene a coincidir con las propuestas totalitarias del teatro, llámense socialistas o fascistas, que empezarían a extenderse por toda Europa tras la revolución bolchevique en Rusia y la irresistible ascensión de Mussolini en Italia. Aun cuando Rivas Cherif no descartó los espectáculos de masas ‒durante la República llegaría a montar algún espectáculo en la plaza de toros de las Ventas‒, fue al cabo un artista moderado, que encontró en la dirección del Teatro Español de Madrid la cumbre de su carrera, aunque su programación de entonces, tal vez muy condicionada por la compañía titular encabezada por Margarita Xirgu y Enrique Borrás, no fue ni mucho menos rompedora con los esquemas tradicionales.

A propósito de Adrià Gual, un caso paralelo al suyo durante el quinquenio republicano y en el ámbito catalán, Rivas Cherif nos deja unas notas pioneras en lo que a la figura del director toca. Es necesario ‒señala‒ «que la representación dramática dependa no de la voluntad omnímoda del autor, ni menos en la de los cómicos en libertad, sino de la del director de escena que acopla al texto la declamación, los gestos, los movimientos de los actores en el cuadro y la luz convenientes, dentro de un ritmo total, de una coloración, de un concepto orgánico del que él solo es responsable». En otra ocasión, Rivas dispara contra la (de)formación que de actores reciben en el Conservatorio, del cual, sin embargo, de vez en vez salía alguna intérprete aceptable, como Isabel Barrón, incorporada al Teatro de la Escuela Nueva: «A poco que olvide lo que le han querido enseñar […] conseguirá ser una buena actriz».

Carga Rivas, asimismo, contra los grandes santones de la industria teatral. Los dueños del Teatro de la Princesa son uno de sus blancos preferidos: «una oligarquía artística, defendida por intereses semejantes en su esfera a los que sostienen a las oligarquías políticas». Dos actores sin duda grandes, doña María Guerrero y don Fernando Díaz de Mendoza, pero sujetos a una concepción envejecida e inerte del teatro, derivada del «falso realismo de la última época de Echegaray». Frente al gratuito artificio de la Guerrero, opone Rivas la inteligencia de Lola Membrives, que, al representar en el Lara El mal que nos hacen y Rosas de otoño, de Benavente, «sirve en todo momento al personaje que representa, sin sacrificar el conjunto de la representación a la facilidad del lucimiento personal en otras escenas que aquellas en que culmine la gradación dramática concedida por el autor».

En Margarita Xirgu atisba alguna luz de esperanza, aunque no total, pues que una buena actriz puede naufragar cuando se las ve con un texto mediocre. Como intérprete de La noche del sábado, de Benavente, aprecia su actuación «en el cuarto acto al comunicar a su papel de Imperia un aliento de verdad humana. Habla, llora, mira sobre todo, como una mujer. No así en el resto de la representación, agobiada sin duda por el esfuerzo de tanta declamación sin sentido». Y así, tras ir representando papeles inanes cree Rivas que la Xirgu «va adocenándose de error en error», siguiendo «las normas de María Guerrero». No tiene mejores calificativos para Catalina Bárcena, primera actriz de la compañía Martínez Sierra que, al interpretar El pavo real, de Eduardo Marquina, estuvo «tan incomprensiva en su papel como falta de facultades». Y es que «llámese Desdémona, Margarita Gautier o Nora, siempre es Catalina». El crítico se explaya con la crueldad propia ‒bien que con más ingenio‒ de un Haro Tecglen avant la lettre: «Nosotros casi preferiríamos que Naturaleza no hubiera dotado a la señora Bárcena de tan delicado metal de voz, voz para dar el sí de las niñas, cuya ingenuidad teatral cuadraría tan bien a su temperamento».

Sus numerosas reseñas de libros teatrales navegan con el mismo rumbo regeneracionista. Ante la avejentada escena de su tiempo, solo cabe el consuelo de las obras foráneas que van traduciéndose por impulso de algunas beneméritas editoriales, así la Biblioteca Nueva de Arturo Ruiz Castillo, donde se publica Teatro selecto contemporáneo, un volumen que incluye obras de Andreiev, Galsworthy y Björnson. Con estas piezas traducidas va componiendo Rivas un repertorio ideal que, con el tiempo, llevará a escena. Así ocurre con A la cacatúa verde, de Arthur Schnitzler, representada con el Teatro Escuela de Arte (la famosa T.E.A.) en los años 30 y en cuyo elenco figurará mi maestro del Instituto San Isidro, Antonio Ayora, que como Rivas sería represaliado al terminar la guerra.

Muy importante es su reseña de la traducción que de Jinetes hacia el mar [Riders to the Sea], del irlandés John Synge, hicieran Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí; no solo por la importancia en sí del texto, sino porque Rivas la programó para el Teatro de la Escuela Nueva en el Ateneo de Madrid. Tengo para mí que Federico García Lorca asistió a aquel estreno: un drama sugestivo que, si por un lado era un precioso ejemplo de teatro poético, por el otro exploraba las pasiones elementales en un medio rural; es decir, la fórmula que, con tanto éxito, él iba a aplicar en Yerma y Bodas de sangre, cuyos vínculos con la pieza de Synge son evidentes, como han hecho notar algunos estudiosos.

Su interés por la dramaturgia es plural. Los clásicos se le antojan una asignatura pendiente de la dramaturgia española, empezando por la defectuosa manera de editarlos: aquellos «ingratos volúmenes» de la Biblioteca de Autores Españoles, un verdadero depósito de cadáveres ‒las nefastas refundiciones‒ que flaco favor hicieron a los autores del Siglo de Oro, malamente imitados por López de Ayala, Sellés, Echegaray y tantos otros. De nuevo Rivas ve alguna luz en algunas ediciones críticas salidas del Centro de Estudios Históricos, donde ya se notaba la mano de Menéndez Pidal, Américo Castro, Tomás Navarro y otros filólogos.

Además de doctos, los ensayos de Rivas tienen chispa. Con ironía escribe sobre las meditaciones teatrales de Ortega y Gasset, que comienzan con su ensayo dedicado a la puesta en escena de El murciélago, de Strauss. Parece que, tras ver ese espectáculo, el maestro descubrió América, al constatar que el teatro no es un género literario cualquiera sino un género visionario, ajeno a la literatura, de tal suerte que ha conminado a los jóvenes «vocados al arte a no escribir más novelas, dramas o poemas, a no pintar más cuadros, modelar estatuas ni pautar armonizadas melodías, sino supeditados a las nuevas normas escénicas, de las que debe proscribirse todo intento que no sea mero pretexto para combinar unas cuantas pantomimas, entremezcladas de danzas, canciones lindas». La andanada antiorteguiana ‒a mi ver, totalmente justa, pues al buen espectador de la vida que fue el filósofo le faltó serlo en el teatro‒  lleva implícita otra contra «la firma Martínez Sierra» y sus espectáculos del Eslava  ‒«mojigangas» los llama con desprecio‒, un monumento a la «insensibilidad ante las obras de arte, incapacidad de creación, frivolidad liviana o barroca». Así es que, ya vemos cómo un hombre vocado a la praxis teatral como lo será Rivas, se ve obligado a defender el teatro de texto frente al teatro del espectáculo por el espectáculo, una contradicción que solo es aparente, pues la escena para Rivas es un todo en el que no puede haber compartimentos estancos, y la escritura no puede ser infravalorada, como tampoco el aparato escénico.

De sobra lo demuestra cuando hace la crónica elogiosa de las compañías extranjeras de paso por la Villa y Corte: los Ballets Rusos, la compañía de Ermete Zacconi, los monodramas de Ruth Draper, las «Marionettes» de Wolf, la troupe de Lugné-Poë, que tuvo ‒según él‒ la infeliz ocurrencia de aterrizar en el Teatro de la Princesa, «la sala donde a diario se pierden los ecos angustiosos de doña María Guerrero llorando los infortunios que suelen caberle en los melodramas que representa». No tiene mejores palabras para la primera actriz de la compañía, Madame Pièrat, que interpretó con exagerado patetismo la Fedra de Racine, pieza «propia para intelectuales». Y, en fin, aunque «incipiente» el crítico no deja títere con cabeza: «El conjunto fue deficientísimo; los demás intérpretes de Fedra, incluso remendaban de improviso los alejandrinos que su mala memoria dejaba cojos, o se saltaban versos lindamente sin que el concursoi lo advirtiera. La decoración, puro estilo hall del Palace, muy del gusto del abono, es decir, pésima».

Rivas alaba las incursiones dramáticas de los grandes del 98. De Unamuno aparece editada por entregas en La Pluma su Fedra. En Adiós a la bohemia, de Pío Baroja, ve un texto de mucho interés que, sin embargo, fracasó por la pobrísima puesta en escena, de la que ‒según él‒ debería haberse encargado su hermano Ricardo Baroja. «Los Barojas son, sin duda, hombres de teatro. Puede que los cómicos y los empresarios acaben por enterarse algún día». Mientras tanto, tuvo que ser en el teatrito de la casa de los Baroja, en la calle Álvarez Mendizábal, El Mirlo Blanco, donde se presentaran algunas de las novedades anheladas por Rivas Cherif, como el Prólogo de Los cuernos de don Friolera, de cuya dirección se encargaría años después.

Es, en efecto, Valle-Inclán el nombre que para Rivas representa el teatro del porvenir, «el escritor más joven de España», llega a decir cuando lee Divinas palabras en el volumen XVII de las Opera omnia; un raro escritor de conciencia para quien «la literatura se confunde con la moral más alta». Por ello, don Ramón es el creador más mimado por la revista ya desde el primer número, en que Rivas reseña El pasajero y la Farsa italiana de la enamorada del rey. En los números 3, 4 y 5 aparecen las tres jornadas de Farsa y licencia de la reina castiza, en cuya estética percibe un cambio fundamental: «Es ahora, libre de toda preocupación seudobiográfica, purgado de toda pretensión apocalíptica, cuando el temperamento combativo de Valle-Inclán, quiere plena eficacia artística, fundiendo al cabo en una pequeña obra maestra […] el esteticismo, la estilización […], y la vaga intención moral de después, que viene a concretarse en esta farsa trascendental». En tres entregas se publica, asimismo, Los cuernos de don Friolera. Como colofón de este alarde valleinclanesco, La Pluma dedica al gran autor todo un monográfico en enero de 1923, con colaboraciones de Enrique Díez-Canedo, Antonio Machado, Alfonso Reyes, Manuel Bueno, Corpus Barga, Jean Cassou, Ramón Gómez de la Serna, Jorge Guillén y Ramón Pérez de Ayala, que demuestra cómo toda la escritura de Valle, incluso la narrativa, está imaginada sub specie theatri.

Con Benavente mantuvo Rivas una relación de admiración y rechazo, de amor y odio al mismo tiempo. Por un lado, admiraba la intención reformista, liberal y laicista de sus primeras comedias, con las que limpió «la escena del tufo rancio que exhalaban los dramones y comedietas de los Sellés, Cano, Cavestany, Eusebio Blasco y compañeros de menos pretensiones literarias». Mas por otro lado, renegaba de su paulatina acomodación a la sociedad conservadora que lo aplaudía entregada. En realidad, la paradoja del dramaturgo no era ni difícil ni necesario denunciar. Él mismo ‒devoto de Mefistófeles‒ era quien mejor reconoció ese doppelgänger, que caracterizó tanto su vida como su obra. Empero, la objetividad de Rivas lo lleva a apreciar sin remilgos sus mejores creaciones: Señora ama ‒su preferida‒, La malquerida y Los intereses creados. De modo sagaz interpreta Rivas la trama de esta chef d’œuvre de la dramática contemporánea; acaso la más autobiográfica de don Jacinto: el autor, oculto tras «la máscara de los protagonistas, prestándoles a manera de una conciencia lírica que para despegarse de su peso se disfraza y finge la voz, sincerísima en defensa propia». Es claro que Rivas apunta a la homosexualidad del autor y el presunto chantaje del que fue objeto para condenarlo, como lo había sido en la Inglaterra victoriana el pobre Oscar Wilde.

No solo de Rivas Cherif vivió teatralmente La Pluma. Varios especialistas extranjeros se encargaron de mandar crónicas sobre lo que acontecía en los teatros de otros países. Las de Paul Colin desde Alemania son particularmente jugosas. Informan tanto sobre las creaciones de los nuevos dramaturgos ‒de Franz Wedekind a Geörg Kaiser‒, como sobre la vida y el nuevo arte de la dirección, con Max Reinhardt a la cabeza. Werner Krauss dedica un largo artículo a Kaiser y la tragedia de su vida, cuando fue procesado y condenado por fraude, tema recurrente de su teatro. Las crónicas francesas de Jules Bertaut son igualmente valiosas. En el número 22 se rinde homenaje al tricentenario de Molière ‒acabamos de celebrar los cuatrocientos años‒ y algunas notables representaciones de sus comedias principales, como las realizadas por Jacques Copeau y Lucien Guitry.

Luis Araquistáin reseña muy negativamente una comedia menor de los Martínez Sierra (como es sabido, más de María que de Gregorio), Don Juan de España. Esta nueva versión del mito ha dado ‒según él‒ en una «alfeñicada, falsa y vacía criatura, que solo puede mantenerse en pie a fuerza de lindas bambalinas y sólidos, valiosos muebles». En el artículo destaca, sobre todo, la inteligente lectura que del mito hizo Molière en su polémico Dom Juan ou le festin de pierre. Araquistáin ve en el gran comediógrafo la primera superación del concepto medieval del seductor: «Aunque siga la tradición de despedirle a los infiernos, bien se advierte en toda la obra una recóndita simpatía por Don Juan frente a los pretendidos fueros de una sociedad burlada, singularmente en las palabras finales que pone en boca de Sganarelle, rezumantes de ironía». Esta lectura no puede hoy sorprendernos, pero sí es insólita en la época, dados los prejuicios del público español hacia cualquier interpretación no hispana del mito; prejuicios que afloraron de un modo mostrenco cuando Benavente, en pleno fervor zorrillesco, estrenó su versión del Don Juan francés en 1897.

Acababan de darle el Nobel a Jacinto Benavente, y Erasmo Buceta se dolía del «gris y beocio desapego con que ha sido acogida la concesión» en España. ¡Qué no hubiera dicho el año de su centenario, 2022, en que el dramaturgo ha merecido solo el estreno de una pieza breve del Teatro fantástico y la lectura dramatizada de unas pocas comedias en el Teatro Español, y eso y todo gracias a la sensibilidad de Natalia Menéndez! Buceta denuncia errores de que el propio Benavente se arrepentiría en su senectud, como la tendencia al sermoneo educativo de sus obras, pero encarece otras virtudes, casi  todas alineadas con la primera época de su producción, la más inquieta y renovadora.

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El teatro, el mundo de la escena nunca estuvo ausente, desde el siglo xviii, de las publicaciones periódicas. Una vida escénica tan efervescente ‒al margen de calidades‒ como la que vivió España durante la Restauración y años posteriores exigió atención preferente por parte de periodistas y críticos. Sin embargo, lo cierto es que las más de las veces esa atención derivó en la información aséptica y acrítica, cuando no en la pura gacetilla. La Pluma es, por ello, la primera revista española que intenta poner al teatro en el lugar relevante que ya empezaba a tener en otros países de nuestro entorno, como manifestación importante de la modernidad. Ese mérito enorme se lo debemos a quien fuera su secretario, Cipriano Rivas Cherif.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Araquistáin, Luis: «En torno a Don Juan de España», LP, II/18 (1921), 306-311.

Bertaut, Jules: «Letras francesas», LP, III/22 (1922), 173-177.

Buceta, Erasmo: «Acerca de Los intereses creados (Ensayo de análisis)», LP, 36 (1923), 363-383.

Colin, Paul: «Letras alemanas», LP, II/19 (1921), 359-364.

Krauss, Werner (1923): «Un moderno dramaturgo alemán. Georg Kaiser», LP, IV/35 (1923).

Pérez de Ayala, Ramón: «Valle-Inclán, dramaturgo», LP, IV/32 (1923), 19-27.

Rivas Cherif, Cipriano: «Divagación a la luz de las candilejas», I/3 (1920), 113-119.

_____: «Ramón del Valle-Inclán: Divinas palabras», LP, I/3 (1920): 137-138.

_____: «Teatros. Pigmalión», LP, I/7 (1920), 329-330.

_____: «Teatro antiguo español. Nuevas ediciones de Lope de Vega, Vélez de Guevara y Calderón», LP, II/9 (1921), 12-124.

_____: «Florencio Sánchez», LP, II/9 (1921), 108-109.

_____: «Augusto Strindberg: Danza macabra», LP, II/10 (1921), 187-188.

_____: «El Teatro de la Escuela Nueva», LP, II/11 (1921), 236-244.

_____: «Teatro selecto contemporáneo», LP, II/11 (1921), 253-254.

_____: «Teatros. Fin de temporada», LP, II/15 (1921): 119-121.

_____: «Teatros. Hechizo eslavo y estilo español», LP, II/19 (1921), 374-378.

_____: «Teatros. De Pascuas a Ramos», LP, III/21 (1922): 118-121.

_____: «Teatros. De la Comedia francesa. Lola Membrives», LP, III/22 (1922), 180-185.

_____: «Don Ramón del Valle-Inclán: Farsa y licencia de la reina castiza», LP, III/25 (1922), 371-373.

_____: «Teatros. La noche del sábado», LP, III/28 (1922), 222-224.

_____: «La obra de Benavente al fulgor del Premio Nobel», LP, III/31 (1922), 433-441.

_____: «Teatros. El pavo real», LP, III/31 (1922), 469-471.

_____ : «Teatros [Adrià Gual]», LP, IV/35 (1923), 328-331.

_____: «Teatros. Píos Baroja en escena», LP, IV/34 (1923), 252.

* Javier Huerta es Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid y poeta. Es el mayor especialista vivo en teatro español, sobre el que ha dirigido varias Historias de la literatura. Destaca la de la editorial Gredos (2003).

Este proyecto de recuperación de las dos primeras épocas de la Revista La Pluma (1920-1923, 1980-1982) ha sido posible gracias a la Subvención de concurrencia competitiva actividades Memoria Democrática en su convocatoria del año 2021 ("La Pluma, tercera época", 043-MD-2021).

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