El programa cultural de La Pluma: Una puerta a la Europa Moderna

Sergio Santiago Romero*

Cuesta imaginar en nuestro convulso presente la aparición de un proyecto de divulgación cultural con la misma profundidad ideológica que La Pluma de Azaña y Rivas Cherif. También se nos antoja imposible figurar, en presente, una alianza tan feliz entre la Intelligentsia de una nación y su clase política. Aunque Azaña no había ocupado aún ningún cargo de responsabilidad pública —había sido candidato a diputado pero no había obtenido escaño en las elecciones a Cortes de 1918—, su militancia en el Partido Reformista le había permitido postularse ya como uno de los políticos más prometedores de su tiempo. Azaña era aún, con todo, un periodista antes que un político, del mismo modo que Rivas Cherif era, antes que periodista, un hombre de teatro. La combinación del talento de ambos por sacar adelante La Pluma no puede entenderse, por lo demás, sin la polémica que llevó a Azaña a abandonar el Ateneo por discrepancias con su modo de entender la actividad intelectual. La Pluma fue concebida, en este sentido, como un Ateneo literario, un espacio en el que pudiera darse la libertad que Azaña consideraba ya imposible en la Docta Casa. Así lo expresa el primer editorial, de junio de 1920:

La Pluma será un refugio donde la vocación literaria pueda vivir en la plenitud de su independencia, sin transigir con el ambiente; agrupará en torno suyo un corto número de escritores que, sin constituir escuela o capilla aparte, están unidos por su hostilidad a los agentes de corrupción del gusto y propenden a encontrarse dentro del mismo giro del pensamiento contemporáneo; romperá el silencio, astuto o bárbaro, en que la producción literaria languidece; las letras, proscritas casi de todas partes por los empresarios, alimentarán estos coloquios, donde no se dará al olvido ningún esfuerzo personal que nazca de aspiraciones nobles y se presente con el decoro formal indispensable para merecer la atención de las inteligencias cultivadas.

Indudablemente el género literario que más cancha tuvo en la revista fue, desde el comienzo, la poesía. Ya en el primer número aparecieron varios poemas de Enrique Díez Canedo –un conjunto de poemillas llamado «Madrid»– y uno de Pedro Salinas –«Voz de jugar»–, y la nómina se fue engrosando con el correr del tiempo: Ramón Pérez de Ayala, Unamuno, Jorge Guillén, Antonio Espina García —conocido periodista de aquel tiempo que, como tantos otros, tuvo sus veleidades líricas—, la mexicana María Enriqueta Camarillo, Rubén Darío —de quien no solo se publicaron poemas sino también su breve epistolario con Amado Nervo, en el número 7—, Nilo Fabra, Francisco Vighi, Rivas Cherif, José Moreno Villa, Luis G. Bilbao, Luis Fernández Adarvín, Alonso Quesada, Pedro de Répide, García Lorca y un largo etcétera. En fin, parte del 98, todo el novecentismo y buena parte del 27 fueron reunidos bajo el plectro de La Pluma. Como solía suceder en las publicaciones seriadas de la época, los poemas llegaban a la redacción por carta a través de una red de corresponsales bien nutrida que arroja algunas sorpresas. Por ejemplo, en el quinto número apareció un soneto del socialista Luis Araquistain, a la sazón director de la revista España, «Italia en 1920», que le había sido enviado por carta a Valle-Inclán desde Roma. Este sencillo intercambio epistolar alumbra un turbio episodio de las letras de la Edad de Plata, a saber, la supuesta censura, por parte de Araquistain, de tres escenas de Luces de bohemia en la revista que este dirigía. El hecho de que en octubre de 1920 Valle y el periodista mantuvieran una «complicidad amistosa» —así la describe el editorial de La Pluma— ofrece una prueba más de que el asunto de Luces no supuso un quiebre en la relación de ambos intelectuales, y que la tan citada censura fue más bien una decisión tomada de común acuerdo.

En su programa de difusión lírica había un papel importante reservado para la poesía extranjera, de tal manera que en las páginas de la publicación pudieron encontrarse algunas de las primeras traducciones al castellano de importantes vates europeos. Es el caso, muy destacado, del filósofo Friedrich Nietzsche, del cual apareció una selección de poemas traducidos por Francisco A. de Icaza en el número 4. Constituye ni más ni menos que la primera traducción de la poesía del filósofo de Röcken al castellano. Se trata de un anticipo del libro que meses después sacaría Icaza: una traducción un tanto ramplona derivada del francés pero que, en todo caso, dio el pistoletazo de salida a la recepción del Nietzsche poeta en español. Este es solo un ejemplo de los muchos que podrían ponerse: en el número 2 Alfonso Reyes tradujo tres poemas elegíacos que Mallarmé le dedicó a su hija, Ramón María Tenreiro tadujo un fragmento de Goethe, etc. Mención especial merece el trabajo como traductor de Enrique Díez-Canedo, que fue un colaborador habitual de la revista. Él se ocupó de verter en castellano textos de Giuseppe Lipporini, Francis Jammes, Ada Negri y otros. Incluso tradujo unos cuantos haikus —«Hakais de las cuatro estaciones»— en el número diez de la revista. Sobre este asunto de la poesía nipona podría disertarse muy largamente, porque La Pluma fue una de las primeras vías de entrada de esta forma poética en la tradición hispánica. Además de los textos de Díez-Canedo, Adolfo Salazar dio antes a las prensas unos principios en prosa sobre los «hai-kai» y unos cuentos ejemplos. También aparecieron algunos artículos de fondo dedicados a autores —como el de G. Jean-Aubry sobre Merimée— y otros panorámicos sobre las letras italianas —todos de Mario Puccini—, las alemanas y belgas —ambos de Paul Colin—, y un largo etcétera.

De la labor de la revista en la divulgación teatral diremos poco, poque otro trabajo en este mismo número dará buena cuenta de la cuestión, pero basta señalar que en La Pluma se publicaron algunas de las piezas más importantes del periodo, como la Farsa y licencia de la reina castiza y Los cuernos de don Friolera, ambas de Valle-Inclán, y la soberbia Fedra de Unamuno, entre otros textos dramáticos y críticos, como la «Divagación a la luz de las candilejas» publicado por Rivas Cherif en el número 3, o la sección de crítica iniciada en el quinto número y firmada por «Un crítico incipiente».

También la música copó los intereses de la revista. En los primeros números la presencia de asuntos musicales se limitó a la sección de reseñas, en la que aparecieron recensiones de importantes musicólogos del periodo: el polímata Luis Nueda, Ernest Newman, Daniel J. Manson, Camile Mauclaire, etc. Conforme avanzaron los números hizo aparición frecuente en las páginas de la revista Adolfo Salazar, musicólogo madrileño de gran prestigio que estaba especializado en los compositores impresionistas. Salazar hizo una primera contribución sobre la música americana —«Guía musical de América, o indigenismo y europeización», en el número 3— a la que siguió una larga serie, «Apuntes para una geografía musical europea», en la que el autor dio cuenta, en diferentes números no consecutivos, de la actualidad y el pasado reciente de la música en Rusia, Italia, Inglaterra y otros países. Aunque la sección de Salazar nunca tuvo el peso específico del que gozaron en La Pluma la poesía o ciertas secciones más recurrentes, como las prosas de «Madame du Coeur» y de «El paseante en Corte», ocupan un número de páginas nada desdeñable en una revista eminentemente literaria.

Otro tanto podría decirse de los artículos dedicados al pensamiento en un sentido amplio, ya sean a cuestiones filosóficas de calado o a asuntos de política y actualidad. Este tipo de trabajos, raros en La Pluma pero no completamente ajenos a sus páginas, estuvieron casi siempre puestos al cuidado de Azaña, quien, por ejemplo, en el segundo número publicó un largo ensayo sobre la I Guerra Mundial, «El espíritu público en Francia durante el armisticio», donde pueden ya intuirse las hechuras de hombre de estado de quien llegaría a ser presidente de la II República. También me parece destacable el interés que Azaña demostró por la novela The Bible in Spain del británico George Borrow (1843), un relato entre picaresco y naturalista que arroja una mirada un tanto pintoresca a la España del siglo xix. A pesar del carácter eminentemente romántico del texto de Borrow, que está aderezado con todos los tópicos orientalistas que presidieron la mirada europea hacia en el Ochocientos, Azaña se detiene en este autor largamente. En el número segundo de la revista había dado a las prensas su traducción de uno de los capítulos de la novela, «El camino de Finisterre», que por lo demás constituía una importante novedad, pues Jiménez Fraud aún no había sacado a la luz su versión de la novela, finalmente publicada a finales de 1921 en la Imprenta Clásica española. En el número 4 de La Pluma, y casi a modo de comentario de texto de su propia traducción, Azaña publicaría el ensayo «Jorge Borrow y La Biblia en España», que, bajo la forma de una reseña larga, deja entrever que el asunto que de veras interesa a Azaña de esta novela es el tercer asunto que trata, el problema de España, es decir, el problema de su ilustración. Por ello mismo concluye Azaña que el libro «no solo es verdadero; es, en ciertos puntos, revelador».

La andadura de la primera época de La Pluma quedó abruptamente interrumpida en junio de 1923, cuando sus responsables hubieron de abandonar el proyecto en favor de  otros. En aquel número 37 quedó suspendida, como en el aire, la conclusión de La quinta de Palmira, de Ramón Gómez de la Serna, con un nada certero «se continuará». Constituyó un proyecto, como bien señaló Manuel Martínez Azaña, sobrino-nieto del presidente Azaña, esencialmente irrepetible, porque las nuevas coyunturas culturales trastocarían el sentido que tuvo su aparición en los años 20, el momento de la gran apertura cultural de España a la Europa Moderna. Con todo, el propio Martínez Azaña, en feliz connivencia con otro puñado de intelectuales de la Transición —Julio Vélez, José Luis Cano, Eduardo Galeano, Cristina Alberdi y Santiago Amón, bajo el auspicio fundamental de un Jorge Guillén a punto de fallecer— dieron a La Pluma una segunda época, en la que se quiso revivir el ideal del proyecto originario y, a la par, poner en realce la singularidad de aquel. Corría el año 80 y el primer editorial de esta remozada revista La Pluma volvía a incidir en aquellos elementos que habían subrayado sesenta años antes Azaña y Rivas Cherif: «La Pluma, en su segunda época, aspira a converger en el debate cultural con la finalidad de aportar al mismo propuestas de diálogo desde la perspectiva más generacional, humana, que nuestra consecuencia de intelectuales nos impone para con la realidad».

Fue una aventura breve pero de gran calado que sirvió para mantener vivo, bien fuera de forma efímera, el espíritu de una de las iniciativas culturales más señeras de nuestra Edad de Plata.

* Sergio Santiago es Profesor Ayudante Doctor de la Universidad de Alcalá de Henares, premio extraordinario de doctorado y director teatral.

Este proyecto de recuperación de las dos primeras épocas de la Revista La Pluma (1920-1923, 1980-1982) ha sido posible gracias a la Subvención de concurrencia competitiva actividades Memoria Democrática en su convocatoria del año 2021 ("La Pluma, tercera época", 043-MD-2021).

Revista editada en Madrid por Teatrero del ITEM.
Registro Legal: M.17304-1980
ISSN(e): 3020-4062