El último mohicano: Julio Vélez Noguera o la historia olvidada de la poesía en la transición
El trabajo presenta una defensa apasionada y rigurosa de la obra poética de Julio Vélez Noguera (1946-1992). Quien fuera director de la segunda época de La Pluma. El autor sitúa a Laocoonte (1972) dentro de los parámetros de la poesía política de su momento en la obra de un hombre que no solo fue comprometida de verbo, sino muy principalmente de acto: un «compromiso real» que le valió la expulsión del campo literario de los mandarinatos de la cultura.
Si la historiografía reciente fuera un poco más equitativa en la recuperación de nombres principales, Julio Vélez Noguera (1946-1992) tendría hoy una merecida presencia en los estudios propiciados por la Ley de Memoria Histórica (52/2007 de 26 de diciembre). Su coraje político puesto en negro sobre blanco o, si prefieren, su poesía comprometida en rima consonante con su trayectoria vital (cárceles, militancia política en el Partido de los Trabajadores de España, expulsión de la universidad), se concretó en la reivindicación de un puñado de humildes víctimas de la clase social y de la Guerra Civil, con nombres y apellidos. Laooconte (1978), libro inicial, es precisamente eso. Vélez expone ahí de forma cruda la doble tragedia de los mártires laicos olvidados y muertos en un lugar preciso: Morón de la Frontera (Sevilla). Resucitan en sus versos quienes fueron silenciados durante cuatro décadas. Una complicidad que debemos entender e incorporar a la poesía de la Transición (y comprender desde esa circunstancia). Ese es su/el momento histórico y lleno de peligros todavía para la democracia como reveló el golpe de estado de Armada-Milans-Tejero. Sin embargo, apenas ha sido reivindicado a partir del 2007, salvo por la publicación de Materia y sombra. Poesía Completa en 2012, gracias a la Diputación de Salamanca y al esfuerzo editor y crítico de unos poetas y filólogos reconocidos: Anthony Leo Geist, María Ángeles Pérez López, José Ramón Ripoll, Julio Vélez Sainz y Eduardo Galeano. Otras escrituras de la época, que han abordado el asunto desde la ficción, han tenido mayor presencia. Pienso, a la carrera, en Concha Alós (1926), y su recuperación de la Guerra Civil en El caballo rojo (1966) o en Antonio Gamoneda (1931), de quien poco se podrá decir más de lo escrito. Julio Vélez no perteneció a esa segunda promoción de posguerra como el leonés, que vivió en buena medida la contienda de niño, pero sus consecuencias sí en la época de formación intelectual. Vélez, sin embargo, fue encarcelado por ello y expulsado de la universidad. Tal y como es notorio los versículos de Sublevación inmóvil (1960) y el espléndido Descripción de la mentira (1977) son resultado de viejas heridas rehechas y reformuladas de un lector del tremendismo. Antonio Gamoneda tuvo tiempo para madurar libros, pulimentarlos. Su declamación expresionista, sin nombres y apellidos, hermosa y lírica, atendía sin embargo a un yo primogénito. Julio Vélez miró hacia los lados desde nombres concretos y estuvo en desventaja en gran medida. Antonio Gamoneda dejó correr cuarenta y seis años entre su nacimiento y el libro de 1977, rehaciéndolo, rehaciéndose, Vélez apenas vivió cuarenta y seis entre exigencias universitarias. Entretanto fue profesor titular de la Universidad de Salamanca de Literatura Hispanoamericana, en tiempos de formación de departamentos y programas. También el impulsor de la segunda etapa de la revista que creó Manuel Azaña, La Pluma, con el esfuerzo añadido de ese entusiasmo. Participó además activamente en política, cuando vino la muerte a llamar a su puerta. Emprendía por el entonces 1992 otros caminos líricos.
Laocoonte es un canto «épico» y una explícita defensa militante de Los de abajo (1916), por decirlo con el Mariano Azuela menos experimental. Un libro importante en el sentido descrito, o reivindicación de nombres concretos torturados, asesinados, víctimas dobles de su falta de formación, circunstancias, medios y distancias de clase. A Azuela le recuerda, además, un verso explícito. Laooconte toma partido explícito por las víctimas. Debemos entender también en qué momento y contexto de la década de los años 70 se escribe, y su radicalidad ante la falta de cauces para la expresión libre. Traen sus versos el horror de un momento treinta años antes de la promulgación de la Ley de Memoria Histórica. Lo hace en tiempos difíciles de la historia de España y personales, los de la Transición, donde la poesía/comprometida había caído, además, en desgracia. Ocurrió además tras la célebre antología de Leopoldo de Luis, quien certificó su muerte en las diferentes entregas (1965-1968), frente a su intención, paradójicamente. En los años 80 Javier Egea (1952-1999), propició el realismo de discurso y el compromiso hacia unos mundos íntimos, donde el nosotros sucumbió al yo, acorde a los tiempos que se avecinaban. El culturalismo y decadentismo venecianista suntuoso que bullía, más allá de la explosión verbal novísima, poco tenían que ver Julio Vélez Noguera. Se empleará pese a todo el de Morón de la Frontera, tierra de adopción, a pesar de esa circunstancia literaria, con fervor corajudo y comprometido, como el genial Paul Celan peruano, el César Vallejo de Trilce, al que dedicó imprescindibles trabajos de referencia. Su compromiso político le lleva a los versos y a la claridad elocutiva en unos tiempos que no estaban para poéticas del fragmento, ni se vislumbraban.
En efecto, a Julio Vélez Noguera, debemos entenderlo desde el compromiso real. «Por poesía comprometida española entendemos la escrita en español por poetas españoles residentes en su propio país y conscientes de su responsabilidad como miembros de la sociedad y como artistas que asumen conscientemente las consecuencias de esta actividad, tanto en el terreno civil como en el literario; una poesía cuya fuente de inspiración no está sólo en el propio vivir del poeta, sino también, y principalmente, en el español concreto, contemporáneo del poeta, en su situación real; una poesía que no persigue exclusivamente fines extraliterarios» (Lechner, 2004: 50). Lo hizo contracorriente, pues, como hemos dicho, los años 80 sintieron la poesía comprometida como una losa y dejaron el compromiso político para el ámbito personal. Álvaro Salvador y Luis García Montero, tras Juan Carlos Rodríguez y Javier Egea, suavizaron el discurso y recondujeron el realismo hacia el yo poco a poco, frente a los espacios que replanteaban la «selección y delimitación de un tema» (Urrutia, Rubio, 2000: 11). Julio Vélez Noguera persistirá en ello y remodelará la escritura de asunto para hacerla compromiso emocional y homenaje, con una perspectiva inédita desde la misma reivindicación de nombres reales, con el Laooconte, en un ejercicio lírico y narrativa, «épico», desde la excepcionalidad de la inventio. Quintiliano identificó a esa parte del discurso como hallazgo de la perspectiva y, sin duda, la tiene esa reivindicación desde la analogía con el mundo clásico y el franquismo; el peligro de quienes no atienden a la voz que alerta del mal, el de los vencedores, griegos o fascistas. Valga este pequeño primer apunte y nota volandera sobre una actitud y circunstancia del Laocoonte.
La obra de arte como expresión de un producto ideológico, expresión, surge en circunstancias concretas. No es casualidad el asunto del Laooconte como hallazgo original o inventio de cuanto se anticipa en el título, y nos avisa de la perspectiva de la cuestión. Precisamente a propósito de María Ángeles Pérez López, la estupenda poeta, investigadora y editora de Julio Vélez, hablé, no hace mucho, de ello, a propósito de Leo H. Hoek, y de La marca del título. Dispositivos semióticos de una práctica textual (1981). Investigación que da lugar a replanteamientos del título tanto como problema de ocultamiento, o el de la sobreinterpretación. En nuestro caso funcionará el pacto de verosimilitud estricto. Laooconte responde al significado histórico del nombre del guerrero y a sus gritos de alarma, desde la analogía que salta sobre los siglos, para troyanos y españoles. Avisa de un peligro, y rememora para ello, una úlcera sangrante que empezaba a mostrarse en su dimensión histórica a través de la literatura. Ya sabemos que el título es una especie de pista o una concentración semásica, un guiño al lector que la realidad del texto confirmará o negará en alguna medida. Mucho se ha escrito desde que, en 1905, ya hace más de un siglo, Joan Maragall publicara en el Diario de Barcelona en un trabajo titulado «La obra y el título». Cree el poeta catalán que el artista cuando ya tiene la obra en su mano pondrá ese título, y si es realmente sincero el nombre que dé a esta realidad, el título de la obra no esclavizará nada, porque será una mera indicación de lo que se formó en libertad. Será el inicio de una poesía que no tuvo tiempo de evolucionar, aunque haya muchos tanteos en diferentes direcciones en la década de los años 90, y redactado entre 1970 y 1974, antes de la llegada de la democracia, aunque se publicó algo más tarde, en 1978, como era de esperar. Tal y como explica Anthony Leo Geist, el libro responde a tres «impulsos fundamentales que coinciden en la vida del poeta hacia finales de la década del 60, influyendo de forma decisiva en su ética y en su estética: el descubrimiento del marxismo-leninismo y su entrega de cuerpo entero a esa ideología; su compromiso con la lucha clandestina; y su creciente pasión por el flamenco» (Vélez, 2012: 27). Esa fidelidad a los asuntos de los cuatro poemas largos «regalados, fundamentalmente por las personas de edad de mi pueblo […], y sobre todo por Diego [del Gastor]» (Vélez, 2012: 27). Estamos ante una poesía narrativa, con asunto desarrollado, también profundamente lírica, desde «la relación estética y estructural que entabla con el poema épico y la copla flamenca» recuerda Geist (Vélez. 2012: 28). Oralidad, neomiticismo, flamenco, y la insurgencia de fondo de las víctimas contra los poderes establecidos «quienes fuisteis pisoteados» (Vélez, 2012: 119), son la base de cuatro cantos de notable extensión, por añadidura. En ellos se cuentan historias, de entre las muchas posibles, de «los de abajo» (Vélez, 2012: 134). Ellos son los grandes protagonistas de sus versos frente a la poesía comprometida sin nombres propios, de Antonio Gamoneda. Y así ante nuestros ojos van surgiendo uno a uno (¡en 1978!), los nombres reales de José Vulcano Talador en Las Maderas, María la Cabrera, Juan Rufo, Luis Valle, Paco Ledesma…
El mundo descrito en este Laooconte es de la crueldad sin límite, al hilo del modelo, y su complejidad histórica cargada de causas y efectos, interpretada. El primer texto, el homicidio de una burguesa (Laura) que se burla a menudo de un hombre rústico, José Vulcano, con su exhibicionismo, mirándole desnuda desde la seguridad de la casa sintiéndose inmune. Lo hace sin calcular su resentimiento de clase y la brutalidad de alguien que solo «eras madera y eras hacha» (Vélez, 2012: 101) y de vidas «hartas de sudor como un caballo de carga» (Vélez, 2012: 101). En ese mundo de distancias absolutas entre trabajadores y amos, se toma partido por las víctimas de la explotación y animalización por culpa del latifundismo y burguesía rural. Se hace con descripciones brutales, trasunto de hechos verídicos, con los que los vencedores se emplearon. No faltan ejemplos, aunque sea espeluznante el de María, la cabrera. Realmente el comportamiento de José Vulcano, el asesino de Laura, es brutal y punible, pero existe una diferencia, pues es el resultado de la explotación y de su embrutecimiento, tanto como de la frivolidad y burla de Laura con su provocación explícita al mostrarse desnuda. La espoleta hace saltar la venganza contra ella y late contra los amos explotadores y modernos esclavistas, con esa diferencia, las posibilidades de no hacerlo, la opción de no hacerlo. Los latifundistas y burgueses tienen la potestad de otro comportamiento, pero no lo ejercitan, ni quieren. Julio Vélez toma partido y es explícito: «No es a Ulises a quien yo canto» (Vélez, 2012: 97), sino al pueblo que sostiene a los Ulises. El libro va así deslizando claras analogías contra el poder único del franquismo de fondo o del latifundista de preguerras «…dueño/ del orden, el poder y la paz, / él es el robador de todo lo nuestro» (Vélez, 2012: 97). La rebeldía arranca, con originalidad, desde lo rural en una población determinada Morón de la Frontera (pero no estamos, obviamente, ante un folclorismo a la manera de Bodas de sangre), como muestra de los humillados y ofendidos. En el contexto citado, con Francisco Franco gobernando el país, la lectura es diáfana. Vélez se identifica con el yo que «se ahoga por las muchedumbres» (Vélez, 2012: 97), tras el Blas de Otero del celebérrimo lema «A la inmensa mayoría». No voy a describirlos en su complejidad, tan solo a apuntarlos, sin olvidar que no estamos ante un canto plano desde el ornato. Los giros emocionales e imaginería, frente al mero descriptivismo, brillan sin alaradas y asidos al motivo. Así los tropos en esos «terrones gordos/y duros como una mano» (Vélez, 2012: 101) del hombre de campo, o «el sol aplastado contra tu cara» (Vélez, 2012: 101), presentes aquí y allá. Ciertamente prima todo cuanto se aviene a la narración y objetivo fundamental. Caso de la suma de conjunciones para trasmitir, por ejemplo, desde la acumulación de copulativas, el agolpamiento de la cólera o la persecución que acaba con José Vulcano.
A esa poesía social, política, de sus primeras armas como poeta le siguieron una serie de libros sin tiempo para adensarse, según adelantamos. El mundo inscrito en Dialéctica de la ruina (1990-1992), propone otro tono reflexivo sobre la «materia y sombra de la palabra» (Vélez, 2012: 290), aunque siguiera fiel a sus principios y sin evolucionar hacia lo «conveniente»: «Estoy contento de creer/ en las cosas que creo» (Vélez, 2012: 279). Su poesía, en esos años iniciales de la última década del siglo XX, evolucionaba, con todo, hacia el yo y su circunstancia, a veces con humor, con ternura otras, reconvenciones dolorosas igualmente, en un heterogéneo decir. A veces, ocasionalmente, brotaba el César Vallejo de Trilce en «Doliera el beso» (Vélez, 2012: 285) que conocía como nadie; otras, caso de «[Yo me estoy fumando]» (Vélez, 2012: 282) se aproximaba en tono y fórmula a La caja de plata de Luis Alberto de Cuenca. No pudo ir más lejos. La temprana muerte le privó de la revisión y giro con los que coqueteaba, también de lo posible a sus lectores. Julio Vélez no tuvo tiempo, pero anticipó los que llegaron treinta años después.
Bibliografía
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Hoeck, H., La marque du titre. Dispositifs sémiotiques d’une pratique textuelle, La Haye, Mouton Éditeur, 1981.
Lechner, J, El compromiso en la poesía española del siglo XX, Alicante, Universidad de Alicante, 2007.
Luis, Leopoldo de, Poesía social española contemporánea. Antología (1939-1968), Ed de Jorge Urrutia y Fanny Rubio, Madrid, Biblioteca Nueva, 2000.
Vélez, Julio, Materia y sombra. Poesía completa, Salamanca, Diputación de Salamanca, 2012.
Este proyecto de recuperación de las dos primeras épocas de la Revista La Pluma (1920-1923, 1980-1982) ha sido posible gracias a la Subvención de concurrencia competitiva actividades Memoria Democrática en su convocatoria del año 2021 ("La Pluma, tercera época", 043-MD-2021).