La falacia democrática
En este provocador ensayo, Maillard explora los límites del sistema democrático para vigilarse a sí mismo toda vez que está asaetado por demagogia y populismo, la facundia generalizada y la inoperancia. La democracia contemporánea se fundamenta en una doble falacia. Por un lado, que el el dictado de la mayoría piensa mejor que el resto de la población (más cuando hay un proceso de atontamiento del conjunto). Por el otro, que esta mayoría elige “por propia voluntad” y sin manipulación, lo que, cada vez es más claro, que es falso. Solo se resuelve el dilema por medio de una educación política rigurosa, histórica y no partidista, por su propia naturaleza imposible.
Robin Hood robaba las arcas del tirano para devolverle al pueblo las monedas sustraídas en impuestos. Vivía oculto en los bosques, sabiendo que si lo apresaban sería condenado a muerte. Hollywood se encargó de difundir el cuento como ejemplo de heroicidad y de la capacidad de revertir una situación en la que el poder es aplicado injustamente. Hoy el poder no se mide en monedas de oro y plata, sino en información. El poder lo tiene quienes la poseen –ya sea para difundirla, para manipularla o para destruirla– o quienes, directamente, son capaces de inventarla. Julian Assange creó la plataforma WikiLeaks con la misma intención que el héroe de Sherwood: redistribuir a la población lo que los poderosos le sustraen. Lleva tras él largos años de persecuciones y encierros. Así que el cuento, este cuento, no es ni será uno de los que terminan bien.
No voy a enumerar aquí las importantes filtraciones, algunas de sobra conocidas (quien tenga interés puede encontrar el listado en la wikipedia), con las que esta plataforma puso en jaque al Pentágono a partir de 2006. Los documentos filtrados por Snowden, de los que tan sólo se dieron a conocer públicamente los que fueron desvelados por la soldado Manning, debieron haber causado un tremendo impacto en la población. No fue así. Snowden tuvo que exiliarse a Rusia (el único gobierno que le dio acogida), Manning cumple una condena de treinta y cinco años, y ninguna reacción tuvo lugar por parte de la población. ¿A qué se debe tanta pasividad? ¿A que no hayamos tomado conciencia, como pensaba el periodista I. Ramonet (El imperio de la vigilancia, 2016), de que lo que está en juego son nuestras libertades? ¿No será más bien que estamos convencidos de que la política y la vida –la nuestra, la propia, la de cada día– son dos reinos separados y que lo que pase en el primero nos importa realmente poco si no nos vemos afectados directamente?
Hoy mismo, ahora, mientras escribo esto, soy consciente de que por cada palabra hay alguien, niño tal vez, inocente aún, o animal, que salta por los aires o queda aplastado bajo los escombros de algún edificio. El polvo no sabe de puertas cerradas, me decía una mujer de las antiguas, una mujer sabia. Las bombas tampoco. Las bombas no hacen diferencias. Ahora, mientras usted está leyendo estas líneas, alguien envía proyectiles y alguien queda sepultado. En Gaza, en Ucrania, o en otros lugares de los que no tenemos noticia porque no está programado en los seriales de los informativos. Caen bombas y estallan los refugios, los cuerpos, los hospitales, las calles. Pero no salimos a la calle para gritar contra ello. ¿Por qué?
¿Cómo es posible que, a estas alturas, sigamos consintiendo que alguien decida enviarnos a matar o a morir? ¿Cómo es posible que sigamos asistiendo a las matanzas sin quedarnos absolutamente paralizados por tanta insensatez?
Lo he dicho muchas veces: convertidas a bits, las mayores atrocidades entran en el régimen de la ficción y la representación cumple con su oficio: entretener la mente. Si el serial se alarga o se repite demasiado, deja incluso de atraer la atención. Podemos seguir comiendo, o apagar el televisor y volver a nuestras rutinas. Ni las cenizas ni la sangre desbordarán de la pantalla, no alterarán el sabor de los alimentos. Normalizada, la destrucción no nos altera. Cuando un tema deja de ser noticia para transformarse en serial, deja de sorprender y todo lo relacionado con ello se normaliza. Claro que eso no lo es todo.
Pensamos que, cuando nos llegue el turno, si llega, ya pensaremos qué hacer. Pero las cosas no funcionan así. Cuando llegue ese momento, si llega, aquellos en los que hemos delegado el poder tomarán las decisiones que les parezcan oportunas. Y no es fácil que nos gusten a todos.
Me dirán entonces que no hay que olvidar que tenemos la suerte de vivir en un Estado democrático, que podría ser peor… Y aquí topamos con el auténtico problema. El problema es que no nos damos cuenta de que las actuales democracias tienen los pies de barro. Entendemos que el dictado de la mayoría es lo que determina el gobierno de un Estado democrático, lo cual es cierto, pero esta afirmación descansa sobre una doble falacia. La primera es la idea de que la mayoría (que nunca es la de todos los individuos, sino la de todos los votantes) piensa mejor que el resto de la población. Este es un supuesto que confunde, obviamente, la cantidad con la calidad: un mayor número de tontos nunca hará una sociedad mejor y no hay razón alguna que avale la idea de que una mayoría haya de tener más juicio o más sentido común que una minoría, ni tan siquiera que uno solo de sus miembros. Por el contrario, lo lógico es pensar que el gobernante al que elijan nunca será el mejor, sino más bien, lamentablemente, el que mejor les representa. El circo político al que venimos asistiendo a nivel mundial desde hace ya demasiado tiempo da cuenta sobradamente de ello. (Recordemos aquí aquel magnífico capítulo de la serie Black Mirror en el que un muñeco de la tele llega a presentarse a la elecciones y, contra toda expectativa, las gana).
La segunda falacia descansa sobre la idea de que la mayoría (de los votantes) elige por propia voluntad. Bien sabemos que la mayoría es manipulable. La manipulan quienes detienen las claves de la información y la capacidad de utilizarla en su propio beneficio. (Vimos el resultado de la utilización de los big data (los datos de información masiva sacados de las principales redes de comunicación) tanto en la votación del Brexit[1] como en las elecciones de Trump). La manipulan quienes, por medio de mentiras y de burdas consignas, consiguen hacer aflorar en ellos las emociones fáciles, a las que creen propias pero que son en realidad herencias culturales o, mejor dicho, herencias cultivadas en las que se sienten reconocidos.
Las mayorías no son necesariamente las que toman las mejores resoluciones, sino las que más les convienen de acuerdo con sus intereses particulares inmediatos, los cuales, obviamente, no serán nunca los de todos. De ahí la necesidad imperiosa de una educación en ese sentido. Una educación política rigurosa, histórica y no partidista. ¿Será esto posible? No lo creo. No mientras cualquier intento por mejorar la educación en este sentido sea torpedeado por quienes, siguiendo aún los dictados de antiguos teólogos, aconsejaban que no perdiesen el tiempo tratando de evangelizar a los más sabios.
Seguimos funcionando, lamentablemente, con el código de valores del antiguo patriarcado. La guerra forma parte de él. También el patriotismo y los monoteísmos. Y esto no cambiará mientras no nos pongamos a pensar de otro modo.
[1] La película Brexit: The Uncivil War (Toby Haynes, 2019),protagonizada por David Cumberbach en el papel de Dominic Cummings, consejero del entonces primer ministro Boris Johnson, es una interesante puesta en escena de esta historia.
* Chantal Maillard es pensadora, poeta y ensayista. Premio Nacional de Poesía en 2004 y Premio de la Crítica en 2007, trabaja en artes escénicas y musicales. Escribe para que el agua envenenada pueda beberse