La maquinaria del conformismo: medios de producción teatral y ascensión del pensamiento único

Karina Garantivá*

En su libro El mundo como voluntad y representación cuya primera edición se publicó en 1819, el filósofo Shopenhouer presenta la realidad como una ficción o representación orquestada por nuestra voluntad; y señala el error original de pretender que el entendimiento surja de forma espontánea, ya que al no ser soberano es un mero accidente de la voluntad, afirmando que la base de lo racional es lo irracional.

Una idea que nos sitúa de forma inquietante ante la cuestión de si existe la posibilidad o estamos capacitados los seres humanos para adoptar un sistema de pensamiento que no sea único, cuyas estructuras no mantengan dependencia absoluta, pero si una relación. El dibujo de este sistema de pensamiento sugiere una geometría capaz de elevar la razón a territorios de libertad.

La razón que excluye la posibilidad de lo irracional, según Shopenhouer, es una razón sedienta de control y es, en algún sentido, el mal, porque no sitúa al ser humano delante de lo único que merecería la pena para él: la conquista de su libertad. Así mismo, reniega de la razón cartesiana que considera el cuerpo un apéndice, y reivindica el cuerpo por su papel central en la constitución de la subjetividad.

¿De qué forma podemos ver esta razón sedienta de control reflejada en el teatro y en la creación? ¿O bien esa filosofía de la corporalidad?

Intentaré expresar alguna idea al respecto, pero antes quiero traer dos metáforas que utilizó el propio Shopenhouer y una de ellas nos trae directamente al teatro español y universal. Al afirmar que “el mundo es mi representación”, y es por tanto inconsistente y engañoso, utilizó la metáfora de la vida como sueño. “La vida y el sueño son dos hojas de un mismo libro”. La segunda metáfora es “El velo de Maya”, tomada de la sabiduría hindú: El velo de Maya es la ilusión cósmica que oculta la realidad última, engañando al hombre, haciéndolo creer que vive en una única realidad.

Esta inconsistencia y carácter engañoso son defectos de los que adolece el mundo de la representación, y como respuesta probablemente aparece el conocimiento como la visión de un mundo ordenado en el que todo tiene un por qué y un para qué. Algo que bastaría para la ciencia y el desarrollo técnico, pero para la filosofía y el arte estos porqués tienen límites que nos llevan a preguntarnos por el qué: lo inexplicado, la cosa en sí. El conocimiento y la razón no dan respuesta, y ante ese silencio, aparece la voluntad.

Los humanos vivimos a través de un cuerpo, que es el instrumento de nuestra voluntad, con él nos enfrentamos a la exterioridad y a lo que podemos acceder como interioridad. Un solo cuerpo y dos dimensiones. Ese cuerpo, en la filosofía de Shopenhouer, también nos revela la esencia de nuestro ser, así como afirma “El mundo es mi representación”, también afirma que “El mundo es mi voluntad”; de modo que en el principio no era el logos, sino la voluntad. El impulso de una voluntad de vivir absoluta e ilimitada que se afirma en todos los seres y cuerpos.

Pero, marginado del mundo de la representación y el de la voluntad, hay un tercer mundo que no está afectado por esas contradicciones y es objeto de la contemplación estética, las obras de arte. “La verdad del hombre no la expresa la historia sino la poesía”, y la verdad de la poesía encuentra su expresión máxima en su género superior: la tragedia. El verdadero sentido de la tragedia es la profunda comprensión de que lo que el héroe expía no son sus pecados particulares, sino el pecado original, la culpa por la existencia misma.

Quiero dar un salto temporal para acercarme al concepto de pensamiento único que planteó en El hombre unidimensional, libro editado en 1964, de Herbert Marcuse, filósofo de la Escuela de Frankfurt que se impuso la tarea de describir al individuo unidimensional, un ser que se caracteriza por el delirio persecutivo, una paranoia interiorizada por los medios de comunicación masivos. Esta persona ha sido educada por sistemas de comunicación masivos que han entrado en el interior de su domicilio: la televisión en aquel entonces, hoy añadiríamos los dispositivos móviles que penetran en su intimidad.

El mundo de esta persona está prefabricado de prejuicios y opiniones preconcebidas, carece de una dimensión capaz de exigir o disfrutar cualquier progreso de su espíritu. La persona unidimensional es víctima de su impotencia y de una opresión continua y compleja, su momento vital coincide con una fase del capitalismo avanzado en la que la conciencia humana ha sido fetichizada y colonizada por necesidades ficticias, producidas por la sociedad industrial moderna y orientadas a fortalecer los modelos de producción.

En ese contexto, tal como había señalado un siglo y medio antes Shopenhouer, ese estado de colonización mental impide a los individuos ser conscientes de que su única necesidad real es la libertad. Marcuse comparte con otros filósofos de su tiempo la desconfianza y falta de optimismo con la deriva racional y tecnológica de la humanidad. El capítulo tercero de su ensayo está dedicado al campo de la cultura, en él señala que el progreso de la racionalidad tecnológica está anulando los elementos de oposición y los trascendentes en la “alta cultura”, que sucumben al proceso de desublimación.

Para Marcús, el instinto libidinal ha sido genitalizado en los seres humanos para permitirle a la sociedad industrial moderna disponer del resto del cuerpo para la producción capitalista. Una idea que señala la colonización del deseo abriendo interrogantes acerca de la posibilidad de la libertad cuando lo íntimo forma parte de un diseño del mercado del placer. Cabe pensar en el conjunto de seres humanos que canalizan su deseo de forma similar, una forma diseñada o prefabricada de intimidad con soluciones colectivas y adaptadas a las distintas economías.

Marcuse, en cuyos planteamientos clarea la relación crítica con Freud, habla de la formación de la conciencia humana que se produce en la niñez, tiempo en el que se adquiere el marco normativo y de referencia para enfrentar el mundo. Pero en el interior de los hogares, los medios masivos de la sociedad (ya no industrial) sino tecnológica, se introduce y forma ella misma a los individuos en ese pensamiento único, con categorías compatibles, según Marcús, con el capitalismo avanzado, el productivo.

Pero hoy ya no se trata sólo de capitalismo productivo, el porvenir ha querido que la tecnología y la globalización crearan en países desarrollados y democráticos una nueva clase de individuos cuya producción ha dejado de ser necesaria para el sistema; por el contrario, la improductividad de una parte de la población genera nuevos equilibrios en los mercados y, para sostener esta nueva realidad, hay que formar individuos que puedan sentirse bien siendo excluidos de la cadena de producción habitual.

Para ello es importante que sean capaces de renunciar a la razón, se muestren dóciles afectivamente y, esto garantizaría su encaje en el sistema, que estén seguras de ser buenas personas, lo que supone estar en el lado correcto de la historia, una idea pueril de bondad que consiga justificar la existencia y les exima de cualquier esfuerzo mayor porque, tal bondad, constituye toda una identidad y otorga, además, pertenencia.

La persona unidimensional de nuestro tiempo puede ser reconocida por aceptar el pensamiento único de su grupo social y puede perder el reconocimiento por no aceptarlo. Puede ascender en la escala social encarnando y promulgando ese pensamiento único, y esto puede llegar a convertirse en un trabajo que le devuelva a la cadena productiva que, de otro modo, le expulsaría al considerarle innecesario.

¿Cómo afecta todo esto al teatro de nuestro tiempo? Considero que uno de los males de nuestra escena radica en que los sistemas actuales de producción para el teatro son una copia deficiente de los modelos de producción de la cultura de masas que durante el siglo veinte ha contaminado el teatro, y deja un presente en el que las unidades de producción se comportan como mecanismos autosuficientes con una relación distante y casual con la creación. Lo teatral en si, que es el pacto que se establece entre creadores y público, -ese que revisara Bertold Brecht y que, después revisaron los vanguardistas-, no ha vuelto a sufrir una revisión importante que sería quizás necesaria en este momento. El teatro se ha convertido para la política cultural en herramienta, un trágico destino que lo despoja de todo su valor.

La escuela teatral española sigue formando especialistas destinados a ocupar un lugar en un engranaje cada vez menos operativo y que descarta naturalmente a casi un ochenta por ciento de los aspirantes, derrumbando la tasa de oportunidad que les permitiría creer en el valor del esfuerzo o el mérito. La idea, alentada por algunos profesionales, de que sería mejor que el teatro estuviera en manos de “buenos gestores que no sean artistas” lanza la promesa de un sujeto no contaminado de creatividad y, por tanto, más diestro en la gestión e incluso, más ético.

Una bondad basada en la desconfianza y que expulsa al teatro del teatro, ya que parte de la idea de que el teatro puede utilizarse para otros fines, esto justifica la mayoría de los programas de gestión bienintencionados pero ajenos al misterio y la potencia que puede generar el encuentro entre artistas y público cuando las dos partes actúan reconociendo en el teatro una posibilidad de libertad.

* Karina Garantivá es fundadora de Teatro Urgente. Estudió en la RESAD Madrid y actualmente desarrolla su trabajo en el teatro como dramaturga, actriz, directora y gestora cultural.

Revista editada en Madrid por Teatrero del ITEM.
Registro Legal: M.17304-1980
ISSN(e): 3020-4062