Que el último apague la luz, que ya es de día: Pensamiento único y escritura
El artículo se centra, desde una perspectiva histórica, en las dificultades de escribir libremente cuando el género teatral es, por su naturaleza colectiva, social y que desde la preceptiva clásica se mantiene que el decorum ha funcionado en este mismo sentido coercitivo. Parte de su propia obra, como Dionisio Ridruejo, una pasión española, escrita en 1984 y estrenada al fin en 2014 tras 30 años de proyectos que no llegaron a su fin por la complejidad de su personaje protagonista que evolucionó del fascismo a enfrentarse con Franco mismo desde una perspectiva liberal. El autor concluye que hoy día no existe censura pero sí una fuerte autocensura que constriñe el pensamiento.
El pasado día 30 de septiembre, del corriente año 2023, en el diario El País, su colaborador, el artista, por ser gran dibujante, Andrés Rábago, firmaba como EL ROTO una viñeta muy ilustrativa de su sentir como creador en estos momentos. Cruzando el centro de su recuadro, un clásico lápiz Staedtler Noris amarillo y negro, y a su alrededor, como acosando al lapicero, un sin fin de rayas rojas, cruzándose en todas las direcciones. Y en la parte superior de la imagen, la expresión del dibujante, escrita de su puño y letra, entre exclamaciones: ¡ES DIFÍCIL DIBUJAR ENTRE TANTAS LÍNEAS ROJAS!
Es la expresión de un creador en estos tiempos de guerras globales y batallas locales. No es nueva la circunstancia. En el terreno internacional, Atenas tuvo que sufrir en los primeros tiempos del teatro tal como lo conocemos la guerra con los persas. Fue testigo, además de protagonista y luego relator, el propio Esquilo, que con la connivencia del joven Pericles, que fue su productor teatral, estrenó en las Grandes Dionisias la pieza Los Persas, cuyo sustrato literario es el más antiguo conservado de su género. Esquilo, autor áulico del mecenas demócrata, tuvo que acoplarse, a gusto además, a rendir tributo a su patria, obviando las líneas rojas que significaban el honrar al enemigo en demasía, ante la ciudadanía ateniense, ante el ciudadano.
Siempre ha habido líneas rojas. Tirso de Molina –o Andrés de Claramonte–, al concebir su Don Juan, optó por condenarlo al infierno, mientras años después José Zorrilla le salvó de las llamas eternas. Lo mismo ocurrió con Fausto. Marlowe en su concepción del personaje también lo llevó a reposar al destino luciferino, mientras que el sabio Goethe, años después lo traslada a la Gloria celestial entre cantos angélicos y virginales. Rayas rojas inquisitoriales, o coronadas, se cruzan en los diseños de Claramonte y Marlowe, y rayas rojas de consensos de fe alumbran el perdón en el Tenorio y el Fausto con Zorrilla y Goethe.
Entremedias siempre estará el “decorum” horaciano, ese cargamento ético-estético que los usos y costumbres de cada época imponen desde el poder, que no es uno, sino muchos; es decir, los poderes. Ya en el Derecho Romano se concreta lo que en nuestras calendas se aplica a la ciudadanía en el Derecho Civil si no hay ley exactamente aplicable al hecho controvertido, indicándose, que en tal caso, la solución es la costumbre del lugar o, en su defecto, los principios generales del Derecho, de muy laxa aplicación como, ya en Grecia, con Creonte versus Antígona, por el cedazo de Sófocles, lo pudimos apreciar, y lo podemos seguir apreciando gracias a ese prodigio reflexionado y plasmado por María Zambrano que es La tumba de Antígona. Siendo siempre más peligrosa que el Derecho la costumbre del lugar. Hay costumbres que matan.
El decoro, unas normas ético-estéticas que, en cuanto a las imágenes y al teatro, han sido consolidadas por las religiones de libro. Ni la Biblia ni el Corán permitían al ser humano equipararse a Dios moldeando figuras humanas, ni en imágenes pictóricas o escultóricas, ni en representaciones vivas como las teatrales. Recordemos La Celestina, en el tiempo en el que se descubre América, que es un texto para leer no para representar, por la confluencia en la convivencia de las tres religiones. “Cuando diez personas se juntaren a oýr esta comedia”, nos dice Rojas.
Luego, tras el concilio de Trento, que dio cauce a los teatros, y nuestro Siglo de Oro se benefició de ello, los puritanos la emprendieron con el teatro y las imágenes. Oliver Cromwell, el dictador inglés, Lord Protector e inventor de la Commonweealth, siguiendo a Calvino clausuró teatros y destruyó imágenes en iglesias y catedrales.
El fanatismo impone siempre líneas rojas. En España, a través de las diversas jurisdicciones, reales, civiles, eclesiásticas o militares. En la censura eclesiástica durante siglos era preciso para la publicación de libros obtener el “nihil obstat”. En los teatros primaba la censura de la Corte y la milicia, y de la Iglesia. De la Iglesia tenemos una idea de la finura de su bisturí en el “balcón de los frailes” del Teatro Español, que permitía a la censura eclesiástica controlar hasta los tonos de los diálogos o monólogos, sin que los clérigos –por favor– se contaminaran por los encantos de la visión.
En España, hasta la llegada en democracia de los socialistas el poder en 1982, tuvimos censura, salvo en algunos momentos republicanos… Alfonso Guerra suele comentar que tuvo que vérselas con la jurisdicción militar más allá del 28-O del 82, por la película El crimen de cuenca de Pilar Miró.
En el teatro español, bien estudiado por Berta Muñoz, durante el franquismo se vivió la acción represora de una infatigable censura, con ciertas licencias. Y así se produjo la polémica sobre el posibilismo y el imposibilismo de escribir teatro en el franquismo entre Antonio Buero y Alfonso Sastre. Buero Vallejo defendió el posibilismo y lo practicó con sus muy estudiadas “oblicuidades”. El gran autor que fue Sastre tuvo que sufrir la más abominable censura al ver como se retiraba de la cartelera el maravilloso montaje de su versión de Marat-Sade, de Weiss y Marsillach. De cualquier forma, ya en democracia, ante el histórico estreno de La taberna fantástica, en 1985, cedió a las sugerencias del director, Gerardo Malla, que obvió el carácter “fantástico” –hasta cierto punto “imposibilista”– de la obra…
Diversos estudiosos nos encuadraron a una serie de autores y autoras bajo el rótulo de Generación del 82 o de la Transición, por aquel acabamiento de la censura con la llegada de Felipe González a la Moncloa, pudiendo ya escribir en libertad. Una libertad de la que hemos gozado, y gozamos por ahora, las dramaturgas y dramaturgos de hoy.
Pero no debemos olvidar que siempre hay fuerzas restrictivas. En busca de la libertad de expresión, aún en una democracia, nos podemos encontrar con restricciones. Por parte del ámbito de la recepción, desde espectadores a programadores, no es nuevo el concepto de lo correcto, una emanación del decorum horaciano.
En mis cuarenta años de autoría me he topado con lo correcto. Una de mis primeras obras, Dionisio Ridruejo. Una pasión española, fue escrita en 1984 y estrenada al fin en 2014. En 30 años, una docena de proyectos no llegaron a su fin. El personaje, fascista-franquista-falangista en sus primeros tiempos, tras su conversión democrática sufrió la represión de la dictadura, después de su activa participación en el “Contubernio de Múnich” contra el dictador. Treinta años de miedos, o prejuicios decorosos, impidieron que llegara a las tablas, hasta que Caballero y Pérez de la Fuente la ponen en el CDN. Pasionaria, no pasarán, que dirigió Távora, fue denostada por la ultra derecha y por los radicales del Partido Comunista, y dentro del PSOE, que gobernaba, la división entre renovadores y guerristas afectó a la programación o no de la obra en alguna comunidad que otra. La obra Violetas para un Borbón, La reina austriaca de Alfonso XII, tuvo la inquina de los monárquicos radicales –que iban, a patear, con bastones al Lara–, y de sus medios.
Y estoy hablando de la censura que pueden ejercer, en plena democracia, los receptores. Mi editor acaba de entregar a mi empresa editora tres obras sobre Alfonso XIII, don Juan y don Juan Carlos, en las que no he tenido en cuenta los prejuicios que pueda encontrar en los posibles receptores. La experiencia con Alfonso XII no me he parado en lo correcto. Y espero que la editorial tampoco se pare.
Hablaba de los receptores. Unos primeros receptores que, en buena parte, están siendo con el tiempo, por delegación del público o de los responsables institucionales que designan a los gestores de los teatros en los ámbitos municipales, autonómicos o estatales, los programadores de los locales.
Ahí nos encontramos con una cuestión no pequeña: no existe censura, pero el peligro en este momento es la autocensura. El pensamiento crítico debería estar en nuestro ADN de autores y autoras, pero el peligro del pensamiento único vuela sobre el universo mundo. El pensamiento único arrasa el pensamiento crítico. Hasta llegar a arrasar el propio pensamiento.
Mencionaba al ciudadano de aquella Atenas a propósito de Los Persas. Hoy hay que mencionar al ciudadano frente al consumidor. El peligro del teatro en el presente es que este arte de las artes esté siendo convertido en mercancía para consumidores. El que el ciudadano de la “polis” griega acuda a nuestras “dionisias” no como ciudadano sino como consumidor. Y viendo el asunto metonímicamente, en este caso, la parte por el todo, donde decimos teatro diremos, claro está, cultura.
Y tenemos un caso cercano que ha alarmado al mundo cultural de este país. En Astorga se llegó a reconstruir la casa de los Panero, donde Jaime Chávarri rodó la película emblemática de la transición, El desencanto. La reconstrucción y habilitación del inmueble como Casa-Museo, como un centro cultural de la ciudad, ha sido una labor de titanes por parte de la ciudadanía y de los poderes públicos. Conseguida la proeza, hace unas semanas el concejal de Fiestas y Juventud de la ciudad leonesa decidió que la Casa-Museo dejara de utilizarse para la literatura y el arte, algo elitista, además de una pérdida de tiempo, para él, y pasara a convertirse en alojamiento de la celebración abracadabrante del Halloweem. Al final el consistorio ha decidido cerrar la Casa-Museo, clausurarla, sin más, porque no hay dinero para mantenerla como foro cultural.
Y llegamos así a la propia cultura como línea roja de los tiempos que vivimos. Tiempos de cancelaciones. Sí a las fiestas y a los des-conciertos, no a la literatura y al arte, que son elitistas y aburridos. Convirtamos los teatros en salas de fiestas. El objetivo no es la educación o la cultura del ciudadano, es la ignorancia del consumidor. La ignorancia nos hará felices. Y, al final de la madrugada, que el último apague la luz, que ya es de día.
* Ignacio Amestoy es periodista, dramaturgo, gestor y profesor. Situado en la llamada Generación de la Transición. Entre otras, destacan sus obras Mañana aquí, a la misma hora que fue la primera (1979), Ederra (1982, Premio Lope de Vega, Premio Espinosa Cortina), y Chocolate para desayunar (2001, Premio Lope de Vega). Ha sido Premio Nacional de Literatura Dramática.