La “crisis” de las humanidades o la hidra de las mil cabezas
El autor analiza las aristas del complejísimo proceso de destrucción de las disciplinas humanísticas, su fundamento neoliberal y las terribles consecuencias que esto acarrea. La universidad, que ha sido tradicionalmente medio de ascenso social, está siendo sometida a unos resultados con lógica económica de la preparación para un “mercado laboral” abstracto bajo el que se esconde un plan que busca evitar su función igualadora.
Un fantasma recorre de forma recurrente el mundo académico estadounidense. Se volvió a manifestar con especial virulencia el pasado marzo en una institución del calibre de The New Yorker. La elitista revista publicaba un extenso artículo firmado por Nathan Heller con el apocalíptico título de “The End of the English Major”. Pareciera que lejos expresar una preocupación ante la supuesta “crisis” de las disciplinas humanísticas —aunque el texto se refería inicialmente a los estudios de Filología Inglesa, sus conclusiones se extendían a todas las disciplinas del campo de las humanidades, desde las lenguas a las artes, pasando por la filosofía y disciplinas fronterizas como la historia—, más bien el autor mostraba cierta resignación realista. En un momento dado, Heller citaba al catedrático de la Universidad de Columbia, James Shapiro, autor de varios libros sobre Shakespeare, incluyendo el canónico The Year of Lear: Shakespeare in 1606 (2015). Sosteniendo un iPhone desgastado entre las manos Shapiro explicaba las razones de por qué, en su opinión, la drástica caída en el número de estudiantes de humanidades en las instituciones estadounidenses es irreversible: “La tecnología en los últimos veinte años nos ha cambiado a todos”.
Si bien es cierto que la tecnología en las últimas dos décadas nos ha cambiado a todos —tengo estudiantes que solo leen a través de las pantallas de sus teléfonos, y me refiero a novelas y otros textos complejos—, lo que no ha cambiado un ápice, ni en las últimas dos décadas ni en las pasadas cuatro es la insistencia de esta “crisis” en un conjunto de disciplinas académicas que, pese a las numerosas marchas fúnebres organizadas, se resisten a ser enterradas. Hay decenas de artículos: de corte analítico, lacrimógenos o entusiastas, con reparto de responsabilidades e incluso con soluciones. Han sido publicados recientemente o en un mundo tan lejano como los años sesenta del pasado siglo. The Crisis in the Humanities, por ejemplo, volumen editado por J.H. Plumb vaticinaba ya (¡en 1964!) un apocalipsis en el campo, animado en buena medida por una “mutua incomprensión” entre “las ciencias y las humanidades”, amén de errores propios.
En este texto me referiré únicamente al caso de la academia estadounidense ya que es el que conozco y en el que trabajo, y que responde a una idiosincrasia y unas problemáticas particulares. Sin embargo a nadie debería escapar el hecho de que cuando EE.UU. se resfría bien haría el resto del mundo occidental en ponerse bajo observación. Las nubes negras que se ciernen sobre nosotros no son nuevas y arrecian siempre en momentos de incertidumbre económica y social. La pandemia del Covid 19 ha sido la respuesta a todas las plegarias de nuestros administradores, ávidos de continuar con un trabajo de acoso y derribo iniciado después de la Gran Recesión de 2008: es el mercado, amigo, diría aquel exministro de infausto recuerdo, basándose simplemente en “los números”.
Entre 1966 y 2010, los graduados en humanidades en las universidades estadounidenses han caído un 50%. La mayor parte de esta disminución fue registrada entre 1970 y mediados de la década de 1980. Sin embargo, áreas académicas como las lenguas modernas o la historia vivieron un periodo de sorprendente estabilidad entre mediados de los ochenta y el estallido de la Gran Recesión. En este sentido algunos autores han insistido en que el permanente interés en colocar a las humanidades en una UCI académica es exagerado y siempre interesado.
En su texto para The New Yorker, contestado de manera bastante elocuente por Sarah Blackwood y otros, Heller no escatimaba a la hora de hurgar en la estadística. Gigantescas instituciones educativas como Ohio State (Columbus, Ohio) ha visto cómo entre 2012 y 2020 disminuía el número de graduados en humanidades en un 46%, mientras que en State University of New York (Albany), como la anterior pública, el descenso fue cercano al 75%. Un escenario similar se cernía sobre otras instituciones privadas como Tufts University (Massachusetts), un 50% de caída, similar a la registrada en Vassar College (Nueva York). En 2012, casi el 20% de los nuevos estudiantes de Harvard planeaba estudiar alguna disciplina humanística; diez años después, esta cifra ha disminuido en un 35%: solo el 7% de los de los nuevos matriculados en la prestigiosa universidad de Cambridge, Massachusetts, tenían intención de estudiar humanidades. En la década de 1970, esa cifra era del 30%.
Las comparaciones son odiosas y generalmente inútiles
Estados Unidos no tiene “un sistema universitario” tal y como lo entendemos en España, sino que tiene hasta cuatro: (a) la universidad más o menos confesional (cristiana), (b) el llamado Colegio de Artes Liberales tradicional, generalmente selectivo y privado (c) la universidad moderna de investigación, tanto pública como privada, incluyendo aquí a los grandes nombres de la élite investigadora; y (d) la universidad cuya finalidad es puramente comercial, denominada “for profit”. Cada modelo presenta diferentes suposiciones básicas sobre tradiciones culturales, lenguajes y proyectos educativos que han generado instituciones distintas: planes de estudio, pedagogías, divisiones disciplinarias, roles de profesores y estudiantes, y vocabularios en los que se entiende y justifica su propia existencia.
En mi propia institución —católica y privada, aunque casi sufragada en su totalidad con fondos estatales y federales vía becas y ayudas estudiantiles, y cuyo estudiantado responde mayoritariamente a la tríada minoría racial-clase trabajadora-primera generación en acceder a educación universitaria—, en no pocas ocasiones, yo mismo he asistido a reuniones en las que mis administradores defendían la necesidad de eliminar este o aquel programa en base a “tendencias nacionales”. Datos generalmente descontextualizados y en los que quienes los esgrimían obviaban particularidades propias y subrayaban ajenas.
El curso pasado, mi propia universidad, y en contra las recomendaciones y el voto de todos los órganos académicos internos, decidió eliminar programas de Español, Inglés, Historia, Sociología, Matemáticas y Filosofía y Religión, entre otros, amén de una reestructuración que fulminaba los tradicionales departamentos. Solo los dos últimos programas tenían números relativamente bajos y ninguno de ellos, dada su ya de por sí precaria situación en cuando a profesorado y recursos, era deficitario.
Ha sido una experiencia traumática. Yo era Chair de un departamento que ya no existe y actualmente enseño en unos programas que oficialmente dejarán de hacerlo en un año. Como yo, muchos colegas se enfrentan a un horizonte lleno de incertidumbre que te mina personal y profesionalmente. Mientras el número de administradores se ha incrementado (y sus salarios) a una velocidad directamente proporcional a la que diezmaban la presencia docente y sus condiciones y su voz en las decisiones académicas, el mensaje ahí fuera sigue siendo que la culpa es nuestra, por “resistirnos a los cambios” y no ser capaces de ofrecer lo que “el mercado demanda”. Lo cierto es que la explicación a la mayoría de los casos en los que las instituciones han optado por la tijera de una forma más o menos dramática tiene más que ver con la mala gestión e inversiones fallidas llevadas a cabo por sus administradores que con realidades ajenas a las mismas.
Estas circunstancias han dado un poco igual cuando la tendencia ha sido la misma en los últimos meses: la reconfiguración completa de programas en el campo de las humanidades (lenguas modernas, filosofía, inglés y artes, a veces incluso disciplinas consideradas “seguras” como algunas científicas) cuando no directamente su eliminación, llevándose por delante no solo estudiantes futuros sino departamentos y cuerpos docentes enteros. Asistimos a un goteo constante —el caso más sangrante y reciente es el de la pública West Virginia University—, por todo el país que ha afectado a instituciones de todo tipo.
El factor demográfico
La dictadura de los números suele ir acompañada de otra amenaza recurrente en los últimos años y que en inglés lleva por título “The Demographic Cliff” (el precipicio demográfico). Se espera que el número de estudiantes en edad de ingreso universitario en los Estados Unidos alcance su punto máximo en 2025 o 2026 para iniciar abruptamente una caída estrepitosa. Cómo va a afectar el bruto de potenciales “clientes” en un mercado ya altamente competitivo es una pregunta difícil de responder. En Estados Unidos, como en otros países avanzados, cada vez nacen menos niños, por tanto se trataría simplemente de una deducción lógica. El diablo, una vez más, está en los detalles. Si bien es cierto que los títulos universitarios están aumentando en todos los grupos raciales y étnicos, son los estadounidenses blancos y asiáticos quienes tienen muchas más probabilidades de poseer un título universitario o de obtenerlo que los afroamericanos, hispanos o nativos americanos. Si en 2011 más del 60% de los 20,6 millones de estudiantes universitarios de la nación eran blancos, según una estimación del National Student Clearinghouse, en 2020, el número total de estudiantes universitarios había disminuido a 17.8 millones y la proporción de estudiantes blancos había caído hasta el 52%. Durante el mismo período, la proporción de estudiantes hispanos creció del 14 al 21%, mientras que la proporción de estudiantes negros se mantuvo constante en un poco menos del 14%. Mientras que la confianza en la universidad como institución sobre la que labrarse un mejor futuro ha decaído entre la población blanca, son precisamente las minorías las que todavía ven en ella el primer paso escalar la empinada pirámide social norteamericana.
Hay quien cree que este descenso demográfico es en realidad un eufemismo para evitar el anatema estadounidense: el momento en el que la población blanca deje de ser mayoritaria, que llegará a las aulas universitarias antes que a ningún otro espacio. Es decir: el problema no sería tanto el descenso de estudiantes como el descenso de estudiantes blancos, que se irán concentrando en las mejores instituciones dejando que las minorías engrosen aquellas menos prestigiosas. Como señalan no pocos expertos, una vez más, las cifras nacionales no cuentan toda la historia por lo que se debería prestar atención a la geografía, el tipo de institución y las características demográficas de cada zona.
En realidad la frialdad de los números es solo la punta del iceberg de un problema con múltiples aristas que conduce siempre a una conclusión: una progresiva visión empresarial de la universidad en todos sus extremos, desde su administración al estudiante.
En 2014, Drew G. Faust, primera mujer presidir Harvard, señaló que “[el descenso en las humanidades] refleja fundamentalmente la presión que sienten los estudiantes y a la que están siendo sometidos para encontrar un empleo que asegura que su inversión financiera en su educación haya valido la pena”. La universidad en EE.UU. es extremadamente cara en comparación con países como España. Los estudiantes se hipotecan para poder hacer frente a unas matrículas universitarias que se han disparado en las últimas décadas. A día de hoy, los estadounidenses poseen 1,77 trillones de dólares en deuda de préstamos estudiantiles federales y privados en el segundo trimestre de 2023. Del total, 128,77 mil millones correspondían a préstamos estudiantiles privados hasta el 31 de marzo de 2023.
Los datos disponibles parecen refrendar las palabras de Faust. Si el futuro salario es un factor determinante importante en la elección de especialidad, en promedio, los estudiantes de negocios y ciencias ganan más que sus contrapartes en humanidades. A esto hay que añadir que los salarios ni mucho menos han aumentado, especialmente desde 2008, en la misma proporción que el coste de la vida. Hay especialidades en donde directamente se han desplomado y, por ejemplo, EE.UU. vive hoy inmerso en una crisis educativa sin parangón al no disponer de suficiente profesorado en las etapas formativas. Hay estados y distritos educativos que pagan tan mal a sus maestros que muchos estudiantes han dejado de contemplar la docencia como futuro profesional. Las vocaciones no pagan la hipoteca al final de mes.
Mientras, la universidad está asistiendo a un escenario donde la precarización laboral es la norma. Aproximadamente el 71% del profesorado universitario en los Estados Unidos carece hoy de garantía de permanencia en el cargo (el sistema tenure-track/tenured), lo que incluye profesores de investigación, enseñanza, profesionales y clínicos. De ellos, un 20% son profesores a tiempo completo mientras que 51% son adjuntos (eventuales en España), según datos del Sistema Integrado de Datos de Educación Superior Postsecundaria (IPEDS) del Departamento de Educación de los Estados Unidos en 2021.
Si cada vez las universidades ofrecen menos puestos (y salarios menos competitivos) de tenure-track no es de extrañar que los programas graduados, especialmente en el campo de las humanidades, estén pasando por momentos delicados. Menos estudiantes de doctorado, pero todavía demasiados para una oferta laboral que se ha recortado drásticamente. La norma general en instituciones pequeñas y especialmente en departamentos de lenguas y resto de humanidades, por ejemplo, es que ya no se repongan jubilaciones y si se abren nuevas líneas sean casi siempre contingentes.
La falacia de “las necesidades del mercado”
No sabría decir muy bien cuándo empezó todo esto. Pero comenzó a cimentarse con una gran mentira que, repetida una y mil veces, fue asumida como verdad. Especialmente por las clases trabajadoras que desde los años sesenta se convirtieron en las grandes beneficiadas por la democratización de la enseñanza universitaria.
La mentira de la que hablo se resume en: la universidad tiene que formar a los estudiantes para responder a las necesidades del mercado laboral.
Repetida hasta la saciedad, quienes una vez enviaban orgullosos a sus hijos a las universitarias, en ocasiones por primera vez, un salto generacional (mi padre, por ejemplo, no llegó a acabar primaria), mezcla conquista social, mezcla orgullo de clase, han hecho suya esta falacia. Como si ellos mismos fueran los miembros del consejo de administración de una gran empresa ávida de nuevos empleados formados a costa del contribuyente.
La universidad no tiene que formar a nadie para el mercado laboral —¿cuál? Entre otras muchas razones porque no es su cometido. La labor de la institución que llamamos genéricamente universidad no ha sido otra que la de educar a las élites de nuestras sociedades. Y uso el término élite en un sentido bourdieuano, como conjunción del capital social y cultural que incluiría “lo económico”. Formamos y educamos ciudadanos, para bien o para mal. Nada más.
Tampoco podría la universidad formar a nadie para un mercado laboral abstracto. Se trata esta de una imposibilidad manifiesta en tiempo y forma por una sencilla razón: nadie puede anticipar con seguridad las necesidades de un mercado laboral en constante cambio y evolución. Hoy existen trabajos que ayer no existían de la misma forma que mañana existirán trabajos que hoy a duras penas somos capaces de imaginar. Y eso sin contar con el impacto casi ya inminente de la Inteligencia Artificial.
Malas gestiones aparte, son las instituciones de menor tamaño, tanto públicas como privadas y que precisamente están sirviendo a un mayor número de estudiantes racializados y de menor poder adquisitivo, las que estarían reconfigurándose hacia un modelo “educativo” pero no tanto. Es decir: programas con un enfoque “más profesional” (career-focused, o oriented ) convirtiendo en norma la ridícula división entre “disciplinas profesionales” y “disciplinas vocacionales”. Como si enseñar, a cualquier nivel, no fuera una profesión. Como si un maestro de primaria, un profesor de instituto o un catedrático de Ética no fuera un profesional. Como si un futuro licenciado en Historia cuyo objetivo es el de formar una empresa de explotación cultural y turística fuera un estudiante universitario de segunda categoría a quien no dedicar recursos. Por que ahí está otra de las causas de esta crisis: la absoluta desinversión en programas relacionados con las humanidades que administradores y donantes insisten en ver como lujos y, por tanto, prescindibles en cuanto vienen mal dadas.
“Lo siento, señora: ha tenido usted una licenciada en Historia del Arte. Le acompaño en el sentimiento”.
Lo que el actual contexto nos está señalado por boca de nuestros administradores es que determinados estudiantes, bien por sus circunstancias sociales, económicas o raciales no merecen una educación humanística. Solo necesitan un título rápido (lo están comprando) y cuya rentabilidad (mercado) sea lo más inmediata posible. Disfrazada de económica se trata de una decisión puramente política. Es hora de crear una nueva generación de trabajadores dispuestos a engrosar programas denominados “profesionales” que, esta vez sí, serían respaldados por industrias y sectores determinados ávidos de una mano de obra en recesión especialmente desde el desmantelamiento que, tanto en EE.UU. como en otras latitudes, han sufrido los programas educativos vocacionales (la Formación Profesional en España). Un nuevo modelo educativo (en realidad no tan nuevo) para “una nueva era de control plutocrático”, en palabras de Dennis M. Hogan.
La realidad es que este horizonte se asemeja demasiado a épocas pasadas: solo si usted (su familia) puede permitírselo, podrá dedicar sus años universitarios al estudio de la historia, la literatura y demás artes humanas. Una vez más, el acceso a la cultura en su sentido más elevado cercenado a las clases más populares. La versión sofisticada del análisis de barra de bar cañí: puedes estudiar Hispánicas; pero no con mis impuestos.
El origen de nuestro descontento (ni mucho menos)
La evolución de nuestras sociedades es el resultado de una larga confrontación cultural por naturaleza interminable. Este factor está incidiendo, y mucho, en la cacareada crisis de las humanidades, pues estas sirven de escenario fundamental de lo que hoy llamamos “guerras culturales”, como si sea lo que sean estas nunca antes hubieran tenido lugar. Es en periodos de malestar social cuando la universidad en general, y algunas disciplinas humanísticas en particular, concentran las iras de los sectores más conservadores y reaccionarios.
La universidad es campo de pruebas y vanguardia de los cambios sociales, terreno de discusión intelectual y política. En los años sesenta fue motor de lucha por los Derechos Civiles y cuna del movimiento Anti-Vietnam —la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca supuso la certificación de la venganza conservadora al declarar proscrita la inversión pública en el sistema universitario estadounidense, tendencia convertida en norma desde entonces—. Los años noventa fueron escenario de una primera gran “guerra cultural” contemporánea alrededor de la narrativa nacional —en EE.UU, pero también en España donde, recordemos, echa a andar el movimiento por la memoria histórica. Esta revisión no era sino el fruto del desarrollo, en las dos décadas anteriores, de estudios culturales que han abonado el terreno de las humanidades tradicionales. Nuevas áreas de investigación (minorías, género, estudios queer, audiovisuales, historias alternativas, etc.) que arrojaron nuevas líneas pensamiento social sobre anquilosadas áreas del saber tradicional. Con ello, desafiaron al poder y a quienes lo habían detentado siempre hasta, a veces, ponerlos en evidencia.
Sin embargo, se trató también de una espada de doble filo. A la vez que se ensanchaba el campo, este también se especializaba y se diversificaba. Donde antes había casas comunes, nuevas áreas, cuya naturaleza es siempre interdisciplinar (estudios de género ¿dónde?; Latinx Studies es historia, es sociología, es cultura literaria; Literatura Comparada, no solo entre tradiciones sino entre disciplinas, etc.) han proliferado. Esto ha ido en detrimento de los intereses de las propias humanidades desde un punto de vista estadístico: los números se encuentran ahora divididos en departamentos, en ocasiones estancos, que se miran con recelo los unos a los otros. Una vez más, como resultado de una dinámica neoliberal cada vez más acusada, las universidades han tendido a una atomización de las unidades de enseñanza convirtiendo, lo que de otro modo podría ser un ecosistema educativo que busque el refuerzo intelectual mutuo, en una distópica competición por la propia supervivencia.[1]
Si la educación ha sido siempre sospechosa a ojos de los sectores más conservadores —hay que recordar las constantes acusaciones de “adoctrinamiento” o lo woke (?)—, el último ciclo político está siendo escenario, nuevamente, de una encarnizada batalla ideológica. Que el resurgir de las protestas raciales en EE.UU. (Movimiento Black Lives Matter) o el avance en derechos sociales en diversos ámbitos (nuevas formas de familia, reconocimiento de derechos LGTBQ) hayan coincidido con crisis económicas y malestar social ha tenido una respuesta reaccionaria cuya primera manifestación fue una presidencia, Trump, convertida en fenómeno global, el trumpismo y las nuevas formas de ultraderecha.
Son precisamente estos sectores conservadores los que reclaman poner orden en las universidades, “caladeros revoltosos” en las que, según su relato, profesores, siempre “liberales” campan a sus anchas “adoctrinando” cual comisarios trotskistas revolucionarios. No seré yo el que niegue la existencia de profesores “liberales” (tantos como “conservadores”, imagino), ni que en las clases se discutan temas de actualidad desde determinados puntos de vista (cuándo no). Tampoco de que se hayan actualizado lecturas —insisto, como siempre— de textos y disciplinas clásicas y modernas, visiones y explicaciones de nuestro pasado que responden a las necesidades de nuestro presente levantando ampollas —Florida es el caso más explícito, pero no el único. Todo esto porque el mundo de nuestros estudiantes, hoy, no es el mismo que el mundo en el que nosotros estudiamos ayer. De la misma forma que este era ya diferente al de nuestros padres y abuelos.
Ahora bien, si las humanidades “infectadas” de teorías críticas raciales, nuevas visiones de las historias nacionales y miradas alternativas sobre el pasado y presente de las sociedades las que llevan años alimentando a esta nueva hidra de la revolución en las mentes de nuestros estudiantes, no me cabe duda de que, como profesor(es), he(mos) fracasado.
Basta con echar un vistazo a quienes gobiernan nuestras democracias, instituciones y se sientan en los consejos de administración de nuestras empresas y, por ende, universidades, encargados estos últimos de segar el césped bajo nuestros pies.
* Diego Espiña Barros (Forcarei, 1979) es Assistant Professor of Spanish and Comparative Literature en Saint Xavier University, Chicago. Antes de volver a la academia fue periodista. Gracias a Noel Blanco Mourelle, Assistant Professor of Medieval Iberian Studies en The University of Chicago, quien, además de prestarme su lectura atenta, me ha sugerido esta idea.