Monarquía: de absoluta a inviolable… ¿e impune?

Enrique Badía*

¿Es anacrónica la Monarquía? ¿El modelo de República es la alternativa? Ni esas ni otras formas de gobierno han respondido a la gran duda subyacente: ¿desde dónde y hasta cuándo abarca la inviolabilidad que ampara a los gobernantes? Durante el absolutismo, esa inviolabilidad respondía a que los reyes y gobernantes eran designados por sus distintos dioses, y por tanto no se les requería respuesta terrenal a sus actos. Con el concepto de soberanía popular llegó el nuevo eufemismo, la inviolabilidad, ese concepto que aún persiste y ampara a reyes, gobernantes y a miles de parlamentarios. Pero en el siglo XXI, y desde el punto de vista jurídico, la inviolabilidad de los representantes de la soberanía nacional es casi un sinónimo de impunidad.

Carente de un refrendo democrático explícito, la Monarquía está instaurada en España como forma de Estado tácitamente avalada por el apoyo mayoritario a la Constitución de 1978, en el plebiscito celebrado en diciembre de aquel año. Han transcurrido, pues, más de cuatro décadas sin que hayan emergido, mucho menos materializado, intentos sostenidos ni relevantes que la cuestionen y patrocinen la opción republicana. Sean causa, efecto o una mezcla de ambas cosas, lo aparente es que en ello coinciden los grandes partidos de ámbito estatal y lo que reflejan los sondeos de opinión más solventes. Lo que no impide que en determinados segmentos del cuerpo social –muchos o pocos– aniden, siquiera a nivel de ejercicio intelectual, preguntas tan sustanciosas como: ¿por qué?, ¿para qué? y ¿hasta cuándo? este país es y debe seguir siendo un Reino.

A decir verdad, lo ha sido durante la mayoría del tiempo. Desde los cuasi legendarios tiempos de los Reyes Católicos, cuando la Historia ubica el germen de la nación finalmente unificada, los paréntesis no llegan a sumar ni medio siglo, si se incluye el período franquista en que, aun siéndolo de iure, lo fue sin rey, amén de las dos experiencias republicanas (1873-74 y 1931-39). Lógicamente, la configuración no ha sido idéntica: desde distintos grados de absolutismo, la institución ha ido evolucionando hasta la forma parlamentaria que fija la vigente Constitución de 1978. El tránsito ha discurrido jalonado de avances y retrocesos, más derivados de la ejecutoria de sus titulares que del alcance que les conferían las leyes.

Tan es así que solo cabe hablar, en puridad, de tres únicos monarcas efectivamente ceñidos a la potestad otorgada: Alfonso XII, Juan Carlos I y el actual Felipe VI. Los demás, sujetos a las constituciones promulgadas desde 1812, han transgredido en distintos grados. Pero no todos los privilegios históricos han desaparecido. Además de los inherentes a su propia esencia, tal que el carácter hereditario, ha pervivido uno de particular significado y probable incidencia en el desempeño: la inviolabilidad de la persona del Rey, otorgada en términos prácticamente similares desde el indicado 1812 hasta la Carta Magna en vigor. Un privilegio que circunstancias bien recientes, referidas al penúltimo monarca, Juan Carlos I, ha estimulado polémicas, tanto respecto al presente, por el eventual anacronismo de mantenerlo y el alcance que se le debería otorgar, como por la incidencia que haya podido tener en el desempeño efectivo de los antecesores.

En puridad, por tanto, el antecedente histórico del privilegio no puede anticiparse a lo aprobado en las Cortes gaditanas, en plena contienda por liberar al país de la invasión napoleónica. Ni, por tanto, atribuir a los monarcas haber actuado bajo el amparo de tal protección y beneficiado de impunidad. Pero quizás fuera oportuno considerar que al menos una parte del debate sobre la oportunidad, alcance y consecuencias de la inviolabilidad otorgada pueda discurrir distorsionado por las sensibilidades más recientes. Abundan las discusiones sobre si debería amparar o no las actuaciones privadas del monarca; más en concreto el eventual enriquecimiento patrimonial o cualquier otra efectuada al margen de su condición de Jefe de Estado… supuesto que fueran deslindables en una institución esencialmente personalizada individualmente. Son escasas, casi inexistentes, en cambio, las valoraciones sobre la protección que establece sobre el ejercicio mismo de su función institucional. Dicho más claramente: ¿tiene sentido que se exima de responsabilidad al monarca si contraviene o incumple los límites que le impone la Constitución que él mismo ha jurado o prometido guardar y hacer guardar? Lejos de ser una elucubración teórica, se aprecian antecedentes históricos que valorar.

Fijados en lo más reciente, a nadie escapa que el actual periodo monárquico discurrió en sus décadas iniciales asociado a la recuperación de las libertades y la homologación más o menos intensa con las grandes democracias europeas. No porque esa sea la forma estatal predominante en las naciones del entorno ni en base a ninguna clase de continuidad histórica. De los actuales socios de la Unión Europea, únicamente Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo, el viejo Benelux, y los nórdicos mantienen esa forma de Estado, a la que acompañaba Reino Unido hasta su abandono de la Unión –Brexit– consumado en 2020. Los vecinos más directos, Portugal y Francia, lo mismo que Italia, Alemania o Polonia son añejas repúblicas. El acervo comunitario, por tanto, no parece particularmente diferenciado por el carácter de la configuración estatal. Tampoco el ingrediente histórico, dinástico o tradicional anda excedido de validez. Dejando al margen el breve paréntesis de la I República (febrero de 1873 a diciembre de 1874), la cúspide del Estado dejó de estar ocupada por un rey en 1931, con el progresivo desvanecimiento de su teórico sustento social.

Sin adentrarse más de lo imprescindible en los avatares del acceso al Trono de Juan Carlos I, es constatable que concitó el aprecio –aceptación– de la sociedad por su determinación en impulsar, favorecer y tutelar el tránsito desde el régimen franquista a una democracia homologable con las más asentadas de Europa. Un proceso bautizado como Transición que, lejos de ser lo fácil e incluso inocuo que ahora quieren reescribir algunos, atravesó fases de serio riesgo, cuyo cénit más impactante fue el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Sobran ingredientes demoscópicos para certificar cómo la actuación de Juan Carlos I convenció a la gran mayoría de la sociedad. Y cabe anticipar aquí que, en décadas posteriores, el propio monarca fue dilapidando ese caudal, hasta llegar a su forzada abdicación, en junio de 2014, con la consecuente erosión de la Institución misma y la emergencia de dudas, reticencias e incluso resquemores larvados en sectores ciudadanos ya no tan minoritarios.

Por qué, para qué y hasta cuándo este país debe de ser un Reino

Fue, en esencia, el momento en que reverdecieron las cuestiones planteadas con anterioridad: ¿por qué?, ¿para qué? y ¿hasta cuándo? Cuestiones que, aunque en buena medida precipitadas por la ejecutoria del rey abdicado, van más allá, poniendo el foco de análisis en el señalado privilegio de inviolabilidad de que han disfrutado y siguen disfrutando los reyes españoles. Salvo las vigentes en periodo republicano, todas las constituciones han establecido en términos prácticamente equiparables la absoluta inviolabilidad del Rey. En la vigente de 1978: “La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 65.2. (Art.56.3).

Por diáfano que pueda parecer el redactado, no faltan juristas apreciando la oportunidad de relativizarlo, atendiendo a un presumido espíritu constituyente que, de una parte, no previó la secuencia posterior de algunos comportamientos y, de otra, se inclinan por una lectura menos aislada y más complementaria con otras partes de la Carta Magna. Se refieren, en concreto, a la previsión de refrendo en sus actos, explicitada en el mencionado artículo 64[1], aduciendo que en ello subyace acotar el alcance del privilegio a las actuaciones directa y estrictamente relacionadas con su labor institucional, no a las incurridas a título estrictamente privado. No ha participado de ello, sin embargo, el Tribunal Supremo, inclinado a la protección absoluta de todos y cada uno de los actos del Rey hasta el momento mismo de su abdicación. Fecha a partir de la cual pasa a ostentarlo el rey Felipe VI.

Resulta, pues, que nada de lo eventualmente llevado a cabo por Juan Carlos I hasta el momento mismo de su renuncia –18 de junio de 2014– ha podido ni puede ser siquiera investigado, juzgado o penado, independientemente de cuál fuera o fuese la calidad de su actuación, inherente o no al ejercicio de sus funciones constitucionales.

A partir de ese momento, el privilegio mutó al de otra naturaleza, el aforamiento, quedando sometido a la exclusiva jurisdicción del Tribunal Supremo. Se introdujo al término del improvisado proceso de abdicación, falto del desarrollo de la ley que para tal supuesto tiene mandatada la Constitución, mediante una frecuente triquiñuela legislativa, con una enmienda urgente incorporada a un proyecto de ley sustancialmente ajeno, a efectos de no dejarlo desamparado o, por decirlo de otra manera, sujeto a otro importante precepto constitucional: “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social” (Art. 14). Al que, por cierto, tampoco están sujetos miles de parlamentarios y altos cargos que gozan asimismo de aforamiento, curiosamente con la misma filosofía interpretativa; es decir, cualquiera que sea la naturaleza y circunstancia del acto presuntamente delictivo, tenga o no que ver con la función o cargo que les hace merecedores, se haya o no producido durante el periodo de permanencia en él. Una excepcionalidad a otro de los preceptos de la Carta Magna que, entre otras cosas, y aunque no siempre se aprecie, limita las opciones del imputado a interponer recursos en el procedimiento[2].

La cosa viene dando pie a insólitas alternancias de jurisdicciones en una misma causa o a la tramitación de un suplicatorio para poder juzgar a un parlamentario por presunto delito de maltrato conyugal o incumplimiento de las normas de tráfico. En qué deriva de la inviolabilidad regia la laxitud con que se extienden los aforamientos es materia para reflexionar.

En España prima la sensación de que inviolabilidad deviene de impunidad

Lo cierto y verdad es que, más allá de la precisión léxica, prima la sensación de que inviolabilidad deviene en impunidad. La gran incógnita es si, de no haber estado protegido de forma absoluta, Juan Carlos I hubiera actuado igual en su vertiente privada o personal. Y lo grave, puede que incluso para él mismo, es que ni se ha podido probar el eventual carácter delictivo de sus actuaciones ni descartada su posible legalidad.

La realidad es que su expatriación al Golfo Pérsico ha propendido a confirmar, más que desmentir, las irregularidades que unos y otros le han atribuido, entre otras cosas por la inadecuación de la fortuna que parece poseer y las retribuciones presupuestarias percibidas durante su reinado. La cuestión de fondo es, en cualquier caso, no tanto si lo ha hecho, cuanto que lo ha podido hacer. Y, a efectos prácticos, es indudable que ese paraguas, mezclado con hechos inexplicados, acaso inexplicables, ha emborronado el conjunto de un reinado institucionalmente ejemplar y erosionado no poco una institución cuyo aprecio devino más sobrevenido en torno a su figura que enraizado en el sentir ciudadano. Provocando, de paso, un debate, por ahora relativamente restringido, sobre la conveniencia de modificar el texto constitucional para suprimir la protección o al menos acotarla a los actos incurridos en el ejercicio de sus funciones. La realidad es que sigue vigente y aplicable al actual rey Felipe VI. ¿Podría o debería haber renunciado a él? La respuesta está menos clara que la voluntad expresada por los partidos mayoritarios del Congreso en contra de acometer cualquier modificación.

Es indudable que caben toda suerte de reparos a la pervivencia de un privilegio asociado a los mejores tiempos del absolutismo real. El sustrato de la inviolabilidad radica probablemente en la presunta sujeción divina de la Corona. Durante siglos, se entendió que los monarcas sólo respondían de sus actos ante la Providencia o, en su caso, ante el Papa, en tanto que su representante terrenal. Huelga decir que se compadece mal con el principio de que la soberanía recae en los ciudadanos y los poderes públicos se ejercen por estricta delegación. Así lo establecen las modernas constituciones, comenzando por la española en vigor. Una interpretación torticera de la persistencia de semejante privilegio podría dar lugar a presumir comportamientos indecorosos del monarca beneficiario, pero sin llegar a ello es palmario que deja al Jefe de Estado un amplio margen a su libre albedrío que la normativa no otorga a ningún otro ciudadano.

Es interesante, en todo caso, recordar cómo y por qué los constituyentes incluyeron el referido artículo 56.3. Cabe pensar que lo hicieron desde la conciencia de que lo estaba pidiendo –¿exigiendo?– quien había propiciado el propio proceso constituyente y renunciado no sólo a las potestades heredadas del General Franco, sino a algunas incluidas en señeras monarquías parlamentarias. Debió parecerles que no les pedía mucho –también solicitó encarecidamente dar preeminencia sucesoria al varón– y nadie concretó si el espíritu fue amparar la totalidad de sus conductas o solo las directamente relacionadas con su función institucional. Lo que seguramente no hicieron fue rescatar de la memoria qué uso habían hecho sus antecesores de semejante privilegio real.

No estará de más insistir en que la configuración monárquica del Estado fue leída con evanescentes visos de novedad. Nadie o muy pocos lo hicieron desde una óptica continuista con el régimen depuesto casi medio siglo atrás. Ocurrió por disposición estricta del General Franco, gobernante vitalicio desde la guerra (in)civil. Decidido, es verdad, a dar una apariencia dinástica, pero no respetando la línea sucesoria de los monarcas borbones.

Diciéndolo de manera más clara: fue designado Juan Carlos Borbón, nieto del último reinante Alfonso XIII, pero pudo haber sido cualquier otro, incluso ateniéndose a la ley de Sucesión impuesta como parte de los Principios Generales del Movimiento. Y, propendiendo al análisis con perspectiva, persiste como relativa incógnita no despejada por qué el General Franco organizó de tal forma su ineludible relevo biológico: desde la determinación de Reino como forma de Estado, solo materializable de facto tras su muerte, hasta la elección del hijo del pretendiente Juan de Borbón. No es fácil encontrar en los anales de la historia europea un caso asimilable; menos, en un régimen absoluto personalista sin menoscabo de omnímodo poder.

La tesis más consensuada señala el sentimiento monárquico del joven Franco y el medianamente anecdótico apadrinamiento del rey Alfonso XIII en su boda con Carmen Polo. Es indudable que las lecturas a posteriori de la estrecha vinculación entre el joven general y el monarca emergieron favorecidas por la hagiografía propia del franquismo, poco o nada consecuentes con los hechos acaecidos antes, durante y después de la sublevación que desembocó en la cruel contienda que arruinó el país. De una parte, no existe constancia de que el discutido Alfonso, pese a hacer frecuente gala de su jefatura castrense, se prodigara excesivamente en contactar con los generales más destacados, entre los que Franco quedaba ubicado en segundo o tercer lugar. Fue, eso sí, un conspirador nato la mayor parte de su reinado, pero más acomodado a inferir en la vida interna de los partidos, los altos niveles del gobierno y las rivalidades parlamentarias, que utilizando a sus generales. Está bastante probado que tuvo menos entusiasmo que resignación ante el pronunciamiento de Miguel Primo de Rivera (1923), pillado en San Sebastián por sorpresa cuando el entonces capitán general de Catalunya se sublevó contra el gobierno que él mismo había designado. Y tampoco parece que, una vez perdido el trono, buscara más el concurso militar que el político-civil para elucubrar opciones de retornar. De hecho, no aparece por ninguna parte su eventual participación en la gestación del golpe de Estado organizado por el general Mola e inspirado por su colega Sanjurjo. El respaldo del rey destronado, incluida la tan aireada contribución económica, vinieron días después, ya iniciada la contienda entre los espadones sublevados y los que decidieron cumplir el juramento de lealtad prestado al gobierno legalmente constituido.

El pronunciamiento del 18 de julio de 1936 tuvo, pues, apenas nada de sesgo monárquico, más allá del conflictivo concurso del Requeté, logrado a última hora por Mola para poder controlar Navarra. Los bandos proclamando la rebelión, incluido el de Franco desde Canarias, se cerraban con sendos vivas a la República y España; ninguna mención a la Monarquía. La presunta restitución de esta tras el esperado triunfo en la contienda fue más ensoñación de sus escasos partidarios, sin más opción que respaldar todo cuanto se opusiera al régimen republicano.

Sabido es que Franco jugó hábilmente con esas expectativas, pero solo hasta 1941 cuando, más o menos consolidado su poder personal, no dudó en escarmentar sucesivamente a generales y procuradores en Cortes firmantes de una carta demandando respetuosamente la restitución de la Monarquía como ingrediente estabilizador del Régimen y propiciador de una reconciliación civil. Reprimió, en fin, más que favoreció a los escasos que se pronunciaron a favor de la vuelta del rey, por razones dinásticas ya Juan III, en quien había legado sus derechos el ya fallecido Alfonso XIII. También quedarán como incógnita histórica los cómo y porqué de la aversión de Franco hacia el conde de Barcelona, cronológicamente muy previa a sus emergidas inclinaciones democráticas vertidas en el Manifiesto de Lausana. Más paradójico aún es que el Régimen franquista no solo no hiciera esfuerzo propagandístico alguno en favor del sistema monárquico, sino que más bien tendiera a denostarlo, incluso cuando fue abjurando progresivamente de las esencias doctrinarias de Falange, absolutamente refractarias a la institución según el primigenio ideario de su fundador José Antonio Primo de Rivera.

Sea como fuere, a la muerte de Franco el nuevo rey Juan Carlos I heredó todo el poder que aquél había ejercido hasta su fallecimiento, sujeto al juramento de acatar y preservar todo el entramado legal que sustentaba el llamado Movimiento Nacional. La cuestión es tanto lo que hizo con esos cuasi absolutistas poderes, cuanto lo que hubiera podido hacer. Y, retrotrayéndose al dilatado proceso de gestación y posterior gestión de lo que se denominó hecho sucesorio, surge otra muy relevante incógnita: ¿en qué medida Franco sabía, intuía, sospechaba o temía que su elegido hiciera lo que decidió hacer?

Quienes real o supuestamente se aproximan a conocer la personalidad de Franco tienen harto difícil asimilar la posibilidad de sarcasmo en sus manifestaciones, pero no se puede descartar del todo al recuperar, con la perspectiva del tiempo, una frase tan expresiva como: dejo todo atado y bien atado, que ni siquiera está constatado que llegara a pronunciar alguna vez. La duda que pende –irresuelta– es hasta qué punto el ya anciano general tenía idea siquiera aproximada de cuál iba a ser la realidad posterior a él. La presunción, por muchos sostenida, de que confiaba en la perpetuación de su Régimen, más o menos actualizado, casa mal con la desconfianza y la astucia con que siempre se condujo, incluidas las sucesivas evoluciones de su caudillaje personal. A modo de paradoja, al tiempo que dictaba que el país quedaba constituido en Reino, se esforzaba, no ya en desautorizar, sino incluso perseguir las tímidas reivindicaciones de esa forma de Estado. Tal parece que el objetivo fuera propiciar una Monarquía sin monárquicos… hasta que fuera menester.

Ciertamente, la Historia no ayudaba, ofrecía poco para presumir que los sucesivos reyes habían contribuido de forma positiva al rumbo del país. No hubiera sido fácil contraponer el personalismo plebeyo del Régimen franquista con el sustrato regio del desempeño cuasi absolutista de la mayoría de los Borbones. De hecho, Alfonso XII, penúltimo de la saga, había sido el primero en ejercer sus poderes respetando los límites de la Constitución, mientras que su hijo y sucesor, Alfonso XIII, tendió más bien a apurar sus márgenes, traspasándolos más de una vez.

¿Y si la “inviolabilidad” real camuflara de facto una dejación de funciones?

Conviene aquí reiterar la eventualidad de añadir un poco más de concreción al alcance del privilegio que entraña la inviolabilidad. Suena oportuno añadir o precisar que, además de la discutida protección a las conductas privadas y las relativas al ejercicio institucional eventualmente contrarias a la ley, se debería considerar el incumplimiento de las obligaciones que entraña su posición. Dicho con mayor claridad: tanto como deviene impune no respetar los límites impuestos constitucionalmente a su ejercicio del poder, resulta desatender la función encomendada y de esto, acaso más que de lo otro, abundan ejemplos que reseñar. ¿O la dejación del poder otorgado no supone otra forma de violar la Constitución?

El legado de los precedentes monarcas es poco edificante y, salvo la cuasi deificación de los Reyes Católicos y el un tanto falseado imperialismo de Carlos I y Felipe II, un oscuro manto de ineficiencia se cernía sobre los Augsburgo y Borbones sucedidos desde el siglo XVI. Ni siquiera para extremar la demonización de la experiencia republicana, autentico bicho negro para los vencedores de la guerra (in)civil, se propició nada parecido a una rehabilitación monárquica que, siquiera teóricamente, pudiera facilitar el acceso al Trono del elegido para suceder a Franco. Antes bien, la historiografía oficial propendía a señalar a los últimos reyes de los siglos XVIII y XIX como instigadores o cuando menos cooperantes al desfase producido entre la reformada Europa y la rezagada España de principios del siglo XX.

Recurrir a simplificar las causas que subyacen en los fenómenos complejos puede resultar tentador: lo malo es que conduce a identificar correcciones que en realidad no lo son. Peor aún es atenerse más a la roturación de los periodos que al análisis desapasionado -desideologizado- de su realidad. Referidos al ejercicio y el papel de la Corona, puede resultar equívoca la frontera entre el absolutismo propio del Antiguo Régimen y la progresiva evolución hacia la Monarquía parlamentaria o liberal.

Hay que partir del hecho cierto de que España no dispuso de una Constitución hasta la gestada en Cádiz en 1812. Hasta ese momento no había, pues, norma alguna que se antepusiera a la figura y potestades del rey, pretendidamente ungido por Dios. Sabidas son las circunstancias en las que se gestó aquella Carta Magna un tanto revolucionaria que, por primera vez, residenciaba el poder en la soberanía popular. Duró poco: justo hasta que Napoleón restituyó en el Trono a Fernando VII y este decidió de inmediato dejarla sin efecto.

El principio estrictamente hereditario en que se fundamenta la Monarquía deja en manos de la fortuna la idoneidad o ineptitud de cada titular. Aunque no todo: la política endogámica de las principales dinastías, con ingredientes cuasi generalizados de consanguinidad, condujeron al engendro de monarcas con un buen número de taras físicas, mentales o ambas a la vez. Buscaban con ello la consolidación de lazos y alianzas, el reforzamiento de sus posiciones, pero en no pocos casos propiciaron todo lo contrario: disputas y debilitamiento que acabaron auspiciando el advenimiento republicano en buena parte del continente. Matrimonios entre parientes en primer grado jalonan la historiografía nupcial de varios siglos. Fue norma de los Augsburgo, copiada pronto por los Borbones, al punto de llegar a entrelazarse entre ellos con especial fruición. Cierto es que no ocurría por primera vez: antecedente bien conocido fue la costumbre del Egipto anterior a la era cristiana de matrimoniar a hermanos para evitar disputas familiares en la sucesión. Sin llegar a tanto, tiene fundamento la leyenda de que, en pleno siglo XX, buena parte de los monarcas reinantes en suelo europeo descendía en línea directa de la legendaria reina Victoria de Inglaterra.

Sin retrotraerse más allá, los sucesivos reinados borbones en España discurrieron propensos al juicio crítico, más que a la exaltación. El primero, Felipe V, accedió al trono tras la cruenta guerra de Sucesión, en la que las potencias europeas pugnaron por colocar a la cabeza de la Monarquía española al nieto del célebre Luis XIV, Felipe duque de Anjou, o a Carlos de Austria, uno y otro con el concurso de distintas partes del país. Circunstancia, esta última, releída de forma torticera por algunos para reconvertir la pugna sucesoria en una contienda de secesión. Una distinción que transgrede el simple cambio de una vocal. Puede que su reinado haya merecido mejor balance histórico del más o menos consensuado, dado que promovió esfuerzos e iniciativas de institucionalización y modernización, poniendo coto o suprimiendo privilegios de la aristocracia y determinadas castas, aunque sin llegar a mermar los tradicionales de la Iglesia Católica. Probable fruto de ello fue una etapa de expansión y crecimiento económicos muy relevante. Pero no faltaron sombras en los 46 años que duró su reinado, abruptamente interrumpido en 1724 al abdicar en su hijo Luis I, y reanudado siete meses y medio después por el prematuro fallecimiento de éste. La más relevante fue sin duda el progresivo deterioro mental que, pese a haber perpetuado la todopoderosa figura del valido, presente en la mayoría de sus sucesores, incidió negativamente en su reinado.

Aun con sensibles diferencias en cada uno de ellos, los sucesivos reinados dinásticos mantuvieron características relativamente asimilables. Factor sin duda relevante fue la propensión a ceder la llevanza de los asuntos de Estado en personajes mayoritariamente provenientes de la nobleza, cuya desigual habilidad y fortuna se superpuso claramente a la ejecutoria, cuando no la misma voluntad del rey. Otra cuestión relevante fue el papel a menudo determinante de las sucesivas reinas, varias de las cuales, mejor dotadas y con mayor formación que sus cónyuges, ostentaron largos periodos de regencia o supervisaron directamente el desempeño del valido de turno, con frecuencia aupando o apartando al elegido.

Entre las más destacables se puede citar a Isabel de Farnesio, esposa de Felipe V, Bárbara de Braganza, reina consorte de Fernando VI, María Cristina Borbón-Dos Sicilias, cuarta esposa de Fernando VII, y otra María Cristina, Habsburgo-Lorena, temprana viuda de Alfonso XII y regente hasta la mayoría de edad de Alfonso XIII.

La primera destacó por su abstruso matrimonio con el sargento Muñoz a la muerte del rey y sus permanentes intrusiones en el reinado de su hija Isabel II. La segunda, en cambio, ejerció su gobierno de forma un tanto testimonial, subordinada al turnismo de Cánovas y Sagasta, en línea con la no intromisión que, a modo de excepción, caracterizó el reinado de su esposo. En otro sentido, también destacable fue la influencia de los confesores en reyes y reinas, fruto del preeminente papel del clero, antes, durante y después de la vigencia de la Inquisición, no desactivada hasta 1834, durante la Regencia de María Cristina, previa al reinado de Isabel II.

Sintetizando lo atribuible a cada etapa, Fernando VI reinó dominado por su carácter débil e hipocondríaco, aunque en su haber conviene destacar haber propiciado la penetración de las ideas de la Ilustración. Su sucesor, Carlos III, no protagonizó un reinado especialmente significativo, pasando a la historia con el sugerente atributo de haber sido el mejor alcalde de Madrid, pese a que nunca pasó en la capital más de ocho meses al año, preferentemente dedicado a su obsesión por la caza. Tras él, reinó uno de los monarcas más controvertidos de la reciente historia, Carlos IV, indebidamente entronizado dado que no cumplía la exigencia instaurada por Felipe V de haber nacido y sido educado en España. Tanto o más mediocre que sus predecesores, tuvo el mérito de impulsar y autorizar la primera edición de la Biblia en castellano, así como prestar protección a significados artistas, entre los que destaca su ciclotímica relación con Goya. Con todo, la parte más sombría de su reinado fue el papel atribuido a Manuel Godoy, mediando una controvertida relación sospechadamente triangular junto a su esposa, la reina María Luisa de Parma. Reinado que concluyó abruptamente con la abdicación en su hijo, el futuro Fernando VII, y la concesión-cautiverio de ambos en Bayona, en manos de Napoleón hasta 1814.

La dilatada permanencia en el Trono de Fernando VII es posiblemente una de las peores etapas legadas por la reciente historia, siendo como fue el primer rey sometido a regla constitucional. Su perfil absolutista, más o menos camuflado e incluso renunciado a raíz del pronunciamiento del teniente Rafael del Riego (1820) en favor de la Constitución de Cádiz, acabó desembocando en la invasión militar de los Hijos de San Luis, auspiciada por su pariente Luis XVIII de Francia para restablecer el régimen absolutista. La pugna permanente con los liberales propició en gran medida la sucesiva oleada de declaraciones de independencia de las posesiones americanas, bajo el impulso de los criollos y la relativa pasividad de la Corona, reacia a la menor concesión autonomista. Y, de otra parte, la caótica oscilación de sus disposiciones sucesorias dio lugar al inicio del movimiento carlista y las sucesivas guerras seudodinásticas. Menos mencionado en su biografía es que fue el primer inspirador –con causa– de la leyenda de lascivia, infidelidades y paternidades extramatrimoniales atribuida a los borbones españoles.

Singular por varias razones se puede considerar el reinado de Isabel II. Aparte de la ya insinuada controversia con su tío Carlos María Isidro por la discutida vigencia o derogación de la Ley Sálica importada de Francia, el papel ya mencionado de su madre regente y el pujante protagonismo que fueron tomando los militares, cabe añadir el impacto social de sus devaneos amoroso-sexuales y haber sido la primera enviada al exilio de la rama española. Las casi tres décadas que permaneció en el Trono fueron la primera oportunidad, finalmente frustrada, de incorporar incipientes elementos democráticos a la gobernanza. A lo largo de su reinado coexistieron concesiones de mayor poder parlamentario y crecientes trabas a la participación de los ciudadanos en la gobernanza efectiva, con una apreciable desvirtuación de las instituciones y una extendida corrupción, desde los procesos electorales a la extorsión desde el propio entorno de la reina, con marcado protagonismo de su teórico consorte y primo Francisco de Asís Borbón, dudoso padre del futuro Alfonso XII. Finalmente, hubo de hacer frente a la Revolución Gloriosa (1868) y abandonar España desde San Sebastián, donde veraneaba, y refugiarse en París bajo el amparo de Eugenia de Montijo y su esposo, el rey Napoleón III, donde abdicó (1870) en favor de su hijo, el futuro Alfonso XII.

Tras la exigua experiencia –apenas un año– de la I República y el fallido intento de novación dinástica auspiciado por el General Prim, por el que las Cortes eligieron a un miembro de la dinastía Saboya que reinó durante apenas tres años como Amadeo I, en 1874 un golpe de Estado liderado por el general Martínez-Campos restituyó a un Borbón en el Trono, hijo de la depuesta Isabel II. Fue, en cierta medida, un rey ensalzado por la leyenda al haber enviudado cinco meses después de contraer matrimonio con su prima María de las Mercedes, opacando en gran medida su constatada adhesión a la tradicional lascivia atribuida a los últimos borbones. De alguna manera, instauró la figura de las amantes estables, con las que tuvo varios hijos que rehusó reconocer. Al margen de ello, fue escrupuloso en la observancia de sus limitaciones constitucionales, respetando el establecido turnismo y sin hacer uso de su potestad de disolver las cámaras parlamentarias. Durante su reinado se puso fin a la Tercera Guerra Carlista y quedó liquidado el dilatado pleito dinástico de tan nefastas consecuencias. Falleció finalmente sin saber que su segunda esposa, María Cristina, estaba embarazada de quien sería hijo póstumo y sucesor, Alfonso XIII.

Nacido rey, aunque no accedió al Trono hasta cumplir dieciséis años (1902), se vio abocado al exilio en 1931, con la proclamación de la II República. Sus casi tres décadas de reinado fueron sin duda convulsas, en parte por el agotamiento del modelo engendrado en la Restauración, pero no menos por la sucesión de transformaciones y sobresaltos en varias zonas del continente: desde la Primera Gran Guerra, frente a la que sostuvo una posición de neutralidad e incluso mediación, a la Revolución bolchevique, pasando por la irrupción del fascismo en Italia y el hundimiento de los Imperios Austrohúngaro y Otomano.

Su respuesta a nivel interno fue oscilante en cuanto a propiciar tendencias, pero con una progresiva ejecutoria intervencionista, transgrediendo a menudo sus facultades constitucionales. Sus afectos y desafectos hacia los distintos líderes políticos fueron determinantes en su intromisión, culminando con la resignada y a la vez torpe asunción del golpe de Estado del todo inconstitucional de Primo de Rivera, tras el que evidenció cierta admiración por Mussolini. Claro exponente de la campechanía distante y el gusto por la diversión y la buena vida, incluido un vasto recorrido amatorio, fue un tanto anecdótico precursor de la producción de cine erótico -otros dirán pornográfico- en España. Tuvo amantes estables e incluso reconocidas, así como varios hijos extramaritales, algunos de los cuales acabaron reconocidos judicialmente y autorizados a usar el apellido Borbón ya durante el reinado de su nieto Juan Carlos I.

¿Es anacrónica la Monarquía…? Pocas cosas de siglos pretéritos lo son

A MODO DE CODA, la pregunta subyace en buena parte de las sociedades articuladas democráticamente: ¿es anacrónica la Monarquía? La duda se fundamenta, sin duda, en su recorrido histórico: pocas cosas vigentes en los siglos pretéritos lo siguen siendo a fecha de hoy. Es verdad que una parte de su pervivencia institucional deriva de haber evolucionado o, por decirlo más justamente, haber mostrado capacidad de mutar conforme a lo que iban dictando los tiempos. El titular de la corona, pese a su condición más o menos formal de vértice principal del Estado, la institución en sí misma, tienen apenas que ver con sus ancestros medievales o los absolutistas dominantes hasta bien entrado el reciente siglo XIX. Ello no impide, sin embargo, que el debate siga abierto, o en casos encubierto, contraponiendo la esencia dinástica y hereditaria de la monarquía al carácter estrictamente electivo de la república, su contrapunto democrático de sustitución.

En esto, como en tantas cosas, es difícilmente extrapolable la dinámica del debate abierto en cada país. Ni siquiera sirve tomar ejemplos de arquitectura institucional más o menos equiparable. Incide, eso sí, la pervivencia o no de atributos inherentes a la Corona que se pueden considerar anacrónicos, lo que da pie a otro escalón del debate: ¿lo son? Un veredicto que, lógicamente, se decantará asociado a las circunstancias o, por decirlo más claramente, al comportamiento del monarca que los tiene otorgados. Suele ser probable que el privilegio real pase desapercibido para la mayoría… hasta que un determinado comportamiento suscita el interés y la consecuente valoración del cuerpo social. Es, atendiendo al caso concreto de España, lo que ha ocurrido con la inviolabilidad otorgada al Jefe de Estado en la Constitución de 1978, conforme se fue extendiendo el conocimiento o al menos la sospecha de determinadas conductas irregulares del rey Juan Carlos I y quedó constatada la imposibilidad de someterlas, no ya a juicio, sino siquiera a instrucción penal. A ojos de los ciudadanos, lo establecido suena demasiado a riesgo de impunidad.

El tránsito de la inviolabilidad a la impunidad no siempre es fácil de establecer. De hecho, el privilegio tiende un manto de opacidad inescrutable sobre los actos del rey. Al punto de que, acudiendo al recorrido histórico, es difícil hablar constancia del origen y el alcance patrimonial de los monarcas. Sospechas y presunciones han abundado, pero otra cosa ha sido su concreción y, tanto más, la fehaciencia de su veracidad.

A titulo de ejemplo medianamente reciente, el gobierno de la recién proclamada República en 1931 promovió una investigación parlamentaria sobre los bienes del depuesto Alfonso XIII que no llegó a ninguna conclusión probatoria sobre un presunto origen indebido de su patrimonio. No cabe, pues, establecer afirmaciones fundamentadas sobre posibles enriquecimientos borbónicos amparados en la otorgada inviolabilidad. ¿Significa que no los hay? El privilegio alienta tanto las dudas como una posible impunidad que no es probable que aplauda mayoritariamente la sociedad del siglo XXI.

El balance de cada reinado ha dependido cuasi exclusivamente de la cualidad personal del monarca y en absoluto del marco al que quedaba sometido. Y a fe que considerarlo positivo ha sido, en vez de deseable norma, pura excepcionalidad. La mayoría han sido causa, entre directa e indirecta, del progresivo desacoplamiento de España en la evolución europea o, por decirlo de otra manera, del trágico decalaje en términos de modernización. Algunos han sostenido que en ello los sucesivos reyes no estuvieron solos, sino que las responsabilidades deben quedar repartidas entre ellos, la Iglesia y las clases ennoblecidas por títulos, capitales o ambas cosas a la vez. Solo que, siendo eso cierto, no cabe ignorar, ni siquiera minusvalorar el papel de la Corona como estímulo, protector y catalizador, autista por completo al interés y las aspiraciones de la mayoría social.

Trasladado a los hechos, la conclusión, cuasi obligada es: ¿ahora qué?, ¿ocupará el Trono la actual Princesa de Asturias, Leonor?

Parece claro que una eventual modificación de la forma de Estado depende básicamente de la convicción, acaso la estrategia de los principales partidos del arco parlamentario; en este preciso tiempo, PSOE y PP. Ninguno de los dos, especialmente el primero, ofrecen síntomas de decaer en su apoyo firme a la pervivencia de la Monarquía, pero tampoco cabe pasar por alto que los constituyentes establecieron una forma endiablada para modificar varios títulos de la Constitución, uno de los cuales afecta directamente a la Monarquía. La complejidad y exigencias de ese posible proceso lo hacen prácticamente inviable, al menos en el mapa político actual y previsible en un dilatado horizonte.

Porque ese galimatías es precisamente lo que literalmente se aprobó por mayoría en el sufragio de 1978: “La iniciativa de reforma constitucional se ejercerá en los términos previstos en los apartados 1 y 2 del artículo 87[3](Art. 166) Los proyectos de reforma constitucional deberán ser aprobados por una mayoría de tres quintos de cada una de las Cámaras. Si no hubiera acuerdo entre ambas, se intentará obtenerlo mediante la creación de una Comisión de composición paritaria de Diputados y Senadores, que presentará un texto que será votado por el Congreso y el Senado. (2) De no lograr la aprobación mediante el procedimiento del apartado anterior, y siempre que el texto hubiere obtenido el voto favorable de la mayoría absoluta del Senado, el Congreso por mayoría de dos tercios podrá aprobar la reforma. (3) Aprobada la reforma por las Cortes Generales, será sometida a referéndum para su ratificación cuando así lo soliciten, dentro de los quince días siguientes a su aprobación, una décima parte de los miembros de las Cámaras” (Art,167). “Cuando se propusiera la revisión total de la Constitución o una parcial que afecte al Título Preliminar[4], al Capítulo Segundo, Sección Primera del Título I o el Título II[5], se procederá a la aprobación del principio por mayoría de dos tercios de cada Cámara y a la disolución inmediata de ambas Cámaras. (2) Las Cámaras elegidas deberán ratificar la decisión y proceder al estudio del nuevo texto constitucional, que deberá ser aprobado por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras. (3) Aprobada la reforma por las Cortes Generales, será sometida a referéndum para su ratificación” (Art. 168).

[1]“1.- Los actos del Rey serán refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los Ministros competentes. La propuesta y el nombramiento del Presidente del Gobierno, y la disolución prevista en el artículo 99, serán refrendados por el Presidente del Congreso. 2.- De los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden” (Art. 64).

[2] Asimismo, todos tienen derecho al Juez ordinario predeterminado por la ley, a la defensa y a la asistencia de letrado, a ser informados de la acusación formulada contra ellos, a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa, a no declarar contra sí mismos, a no confesarse culpables y a la presunción de inocencia. La ley regulará los casos en que, por razón de parentesco o de secreto profesional, no se estará obligado a declarar sobre hechos presuntamente delictivos (Art. 24.2).

[3]La iniciativa legislativa corresponde al Gobierno, al Congreso y al Senado, de acuerdo con la Constitución y los Reglamentos de las Cámaras” (Art. 87.1)

[4]La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria” (Tít. Preliminar 3.)

[5]La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad…” (Art. 56.3)

* Enrique Badía trabaja como consultor, analista económico y columnista. Ha sido subjefe de Economía de El País, subdirector de Cinco Días, director-editor de Cambio 16, director de Diario 16, jefe del gabinete en la Presidencia del INI.

Revista editada en Madrid por Teatrero del ITEM.
Registro Legal: M.17304-1980
ISSN(e): 3020-4062