La mujer española: un siglo peleando por lo mismo

Magis Iglesias*

La transferencia de parámetros sociales desde el tardofranquismo a la democracia –tan bien definida por Dionisio Ridruejo como la continuidad del “tinglado”– permitió en sus inicios la subsistencia de un modelo de sociedad reactiva al cambio pero que, no obstante, se ha visto modulada por movimientos sociales que la han conducido a una nueva realidad, verdaderamente alejada de la larga noche de piedra que fue la dictadura. El punto de partida para los derechos de las mujeres se hallaba en una sima de tal profundidad que fue precisa una lucha encarnizada y un impulso político sin desmayo a favor de la recuperación de su identidad y dignidad como personas. Se trata de un proceso de equiparación con la otra mitad de la población –los varones– que está todavía en marcha y que ha recuperado antiguos anhelos e inquietudes que nuestras predecesoras ya habían perseguido y, en muchos casos, conseguido. Si la democracia española consigue redimirse del viejo y letal cainismo mediante la simple búsqueda del bien común, la ciudadanía –hombres y mujeres– podrá disfrutar de “la vida buena”, novedoso concepto acuñado por el filósofo Michael J. Sandel, para definir una sociedad justa que toma las cuestiones morales y espirituales como modelo de política.

Madrid, a 21 de noviembre de 2022

CUANDO VIAJO en metro para un trayecto largo me gusta seguir los consejos de un cartelito pegado en las paredes del vagón que aconseja a los viajeros abstenerse de toda actividad durante el tránsito. Y eso es lo que hago. No leo, no hablo por teléfono, no miro la hora, ni siquiera escruto tuiter ni vigilo los guasaps. Nada. Solo me gusta mirar.

Suelo encontrarme con muchas personas absortas o interactuando con sus teléfonos móviles, a través de los que, en ocasiones, mantienen conversaciones apasionadas con alguien ausente; adultos que leen en libros digitales; algún extraño ejemplar de ser humano que se deja absorber por un periódico de papel (rara avis); chicos y chicas, de mirada ausente porque los auriculares digitales que asoman por sus orejas los transportan a otros espacios; a veces, alguna persona que compensa el madrugón sesteando y, en resumen, veo a mucha gente pero muy poca conversación.

Quienes viajan a mi lado tienen aspecto saludable, llevan ropas buenas y se diría que nadie pasa hambre ni sufre abandono. No hay un llamativo o aparente sesgo de género porque veo tantas mujeres como varones y su aspecto es igualmente diverso en cuanto a edad y condición. En eso—pienso—sí que hemos avanzado y ahora las mujeres ocupamos un espacio fuera de casa, como ellos, lo cual significa que compartimos medios de socialización y relaciones laborales, sin olvidar que, en su mayoría, despliegan doble jornada in and out.

Si hay un hecho a reseñar es la evidente apertura al mundo de este país porque, en comparación con la variedad de personajes propios del metro de hace 50 años, hoy convivimos con más personas de otros continentes, razas e idiomas diferentes a los propios de los españoles.

Para quienes hayan nacido en el franquismo es muy fácil establecer comparaciones entre la realidad actual y la sociedad que creció y se educó en la dictadura, pero que actualmente disfruta de una democracia plena. Porque podemos presumir de disfrutar de un país democrático que, con sus carencias y defectos, está entre las que se dicen más avanzadas del mundo, si atendemos a ratios de bienestar, seguridad jurídica y justicia social. Quienes hayan conocido y vivido en ambos sistemas políticos pueden establecer similitudes y, sobre todo, diferencias.

El símil más obvio nos lo ofrece el salto tecnológico que coincide entre el siglo XX y el XXI y que resulta abismal. Las tecnologías de la comunicación han experimentado una revolución vertiginosa hasta el punto de que una misma generación ha utilizado el precedente analógico más remoto del teléfono y ahora es usuaria de una terminal digital del tamaño de la mano, que proyecta imágenes en tres dimensiones, es una base de datos inteligente y se conecta en segundos con cualquier parte del planeta. Un análisis similar de la veloz transformación se puede encontrar en el mundo de la televisión, los electrodomésticos, el ocio, etc.

En el ámbito de la convivencia, los derechos cívicos y las libertades no se puede negar que hemos experimentado un salto crucial como colectivo humano. Hoy vivimos en una sociedad que se ha visto transformada por las leyes y modulada por los movimientos sociales que nos han conducido a una nueva realidad, verdaderamente alejada de la larga noche de piedra que fue el franquismo.  Hemos caminado hacia la recuperación de nuevos derechos, bajo el impulso de antiguos anhelos e inquietudes que nuestros ancestros ya habían perseguido y, en muchos casos, conseguido. El tránsito de la dictadura a la democracia no hizo más que avanzar hacia ese objetivo deseado e idealizado del bienestar, la dignidad y el bien común.

Transitamos hacia lo que el profesor Michael Sandel denomina “la vida buena”, identificada como la que nos proporciona “una política que se tome las cuestiones morales y espirituales en serio, pero que las aplique a las dificultades económicas y cívicas en general, no solo al sexo y al aborto” (Sandel, 2018: 296).

Estamos acostumbrados a que hablen de moral los conservadores cuando quieren ver reflejadas en las leyes sus convicciones religiosas para que sean de aplicación general, pero pocos recuerdan que es un deber ético de los gobernantes reducir las desigualdades, tanto en economía como en derechos, impedir abusos, facilitar la convivencia a los más vulnerables y a quienes viven en los márgenes del sistema. Casi siempre se nos olvida que hacer una buena gestión política no consiste únicamente en cuadrar las cuentas, evitar la inflación, subir o bajar impuestos y controlar la deuda, sino en atender a las aspiraciones personales del colectivo.

Participamos de un debate público distorsionado y no sólo por la moda del slogan y la reyerta permanente de nuestros representantes políticos, sino porque cualquier polémica suele fijarse en las macrocifras, los rankings o los porcentajes del consumo, la producción y la rentabilidad. Sería absurdo negar que la administración de los recursos está directamente relacionada con el bienestar material, pero también es un despropósito pensar que ahí se acaba todo porque no sólo de pan vive el hombre, como predica el relato bíblico (Deuteronomio 8.3). Es lamentable, pero la conversación global suele ignorar que los gestores políticos y las instituciones deberían centrarse preferentemente en la búsqueda de una justicia y una ética públicas que lo condicionen todo, incluso las cifras macro.

Si la “buena vida” debe ser el objetivo de toda sociedad avanzada, en España es imperativa la defensa de los valores morales y unos principios democráticos que marquen la convivencia y las relaciones con los gobernantes porque de la historia hemos aprendido que los derechos y las libertades alcanzadas pueden perderse en un abrir y cerrar de ojos. Demasiadas veces, una realidad hostil ha devuelto a este pueblo a la miseria, el atraso y la ignorancia por culpa de décadas de estancamiento y mal gobierno. Tenemos en el siglo XX el último ejemplo de que los avances que se habían producido en el primer tercio de la centuria, tanto en mejoras sociales como en educación, igualdad y libertades, resultaron fulminados por los malos vientos de la guerra y posterior dictadura.

Un pasado inestable

La Ley de Memoria Democrática, de muy reciente aprobación, nos recuerda el pasado inestable que compartimos porque

Hasta la Constitución de 1978, esos periodos democráticos eran abruptamente interrumpidos por quienes pretendieron alejar a nuestro país de procesos más inclusivos, tolerantes, de igualdad, justicia social y solidaridad. El último de ellos, protagonizado por la Segunda República Española y sus avanzadas reformas políticas y sociales, fue interrumpido por un golpe de Estado y una cruenta guerra que contó con el apoyo de unidades regulares de las Fuerzas Armadas de Italia y Alemania y sus respectivos Gobiernos, que intervinieron en territorio español y que fue identificada por la República Española ante la Sociedad de Naciones como Guerra de España. (Ley 20/2022 de 19 de octubre de Memoria Democrática)

La catástrofe que significa una guerra, que no merece un calificativo, ha sido muy acertadamente definida por María Teresa León con un elocuente símil que demuestra muy a las claras que bien sabe de lo que habla porque fue protagonista y víctima de uno de los capítulos más tristes de nuestra historia reciente. Para esta escritora feminista de la generación del 27, que padeció el exilio, “una guerra es como un gran pie que se colocase bruscamente interrumpiendo la vida en el hormiguero” (León, 2009: 7).

La vida de los españoles y españolas durante la II República (1931-1936) no era un camino de rosas porque España era un país pobre y atrasado, sacudido por un clima político de alta inestabilidad y en permanente tensión social, con una pobreza y analfabetismo superiores a los de nuestros vecinos europeos. Sin embargo, los cambios asumidos por los diferentes gobiernos republicanos – que vinieron a sumarse a algunos pasos adelante que se habían dado antes, en los famosos años 20 – supusieron avances indiscutibles en el desarrollo humano que la contienda y sus vencedores borrarían de un plumazo.

Los aires de modernidad de los primeros años del siglo XX hicieron crecer en España experiencias novedosas, en el terreno de la vida cultural, que harían palidecer de envidia a muchos educadores que, algunas décadas después, vivían bajo el corsé de la censura y las limitaciones de la dictadura, que entregó la educación a la Iglesia Católica. Las novedades pedagógicas de Francisco Giner de los Ríos con la fundación de la Institución Libre de Enseñanza (1876) se extendieron hasta después de su muerte y marcaron la docencia durante toda la II República. La todavía tímida liberación de las mujeres alcanzó a las élites mejor ubicadas hasta permitir el florecimiento de una ilustración femenina con personalidades de la talla de Emilia Pardo Bazán, Concha Espina, Concepción Arenal, María Lejárraga, María Moliner, María de Maeztu, Concha Espina… así como las periodistas y corresponsales en el extranjero pioneras como Carmen de Burgos y Sofía Casanova.

Sufragio Universal

La II República supuso una modernización de la sociedad española desde el punto de vista de la secularización de las costumbres, la separación de la Iglesia Católica y el Estado, que se reflejó no sólo en la implantación de la mencionada corriente pedagógica laicista del Instituto Libre de Enseñanza o la presencia de mujeres en el Gobierno sino sobre todo por su voluntad democratizadora y la promulgación de leyes liberalizadoras como la del matrimonio civil, el divorcio, la igualdad de los hijos nacidos dentro y fuera del matrimonio, etc. No olvidemos que incluso llegó a estar en vigor una ley del aborto en Cataluña, que apenas pudo ser de aplicación a causa de la guerra.

Puede resultar una obviedad mencionar la instauración del sufragio universal masculino que entronizó el nuevo régimen, tras un sistema dictatorial rebajado (la Dictablanda de Primo de Rivera) pero no lo es destacar la innovación definitiva que supuso el derecho al voto de las mujeres. Con enormes dificultades, Clara Campoamor, que se bregó en la dialéctica parlamentaria a favor del voto femenino, consiguió para la mitad de la población un derecho que le había sido negado por los varones desde siempre. Ni siquiera la avanzada y liberal Constitución de Cádiz (1812)—conocida popularmente como la Pepa, por haberse promulgado el día de San José—consideraba a las mujeres como sujeto de derecho político, en una clara discriminación con respecto de los varones al negarles la posibilidad de elegir a sus representantes. En las primeras Cortes de la República—que no fueron elegidas por las españolas—sólo había tres parlamentarias pero el número se triplicó en las siguientes convocatorias electorales (cinco en cada legislatura) hasta llegar a un total de contar con 13 escaños en el breve periodo histórico previo al golpe de Estado.

A pesar de las reticencias y la clara división de opiniones incluso entre las parlamentarias, la consagración de las mujeres como actoras del espacio jurídico y político, mediante el ejercicio al voto, no ha sido revertido ni siquiera por el régimen de Franco. Si bien es cierto que la dictadura franquista hurtó el derecho democrático a todos los españoles y españolas, no se atrevió a implantar una discriminación directa. La llamada democracia orgánica de las Cortes franquistas (constituidas a partir de 1943) permitía el voto estamental de los representantes de las instituciones del sistema designados por Franco -sindicatos, Consejo del Movimiento, etc.- donde había mayoritariamente varones. Cuando se promulgó la Ley de 1967, para conceder elecciones a representantes del tercio familiar, sólo podían votar los cabezas de familia que, evidentemente, eran en su gran mayoría hombres.

Los temores del búnker

El sufragio universal es hijo del derecho al voto de la mujer, que representa a la mitad de la población, porque sólo si ambos sexos disfrutan de la misma prerrogativa podemos hablar de universalidad. El mejor ejemplo de la esencia radicalmente democrática de este concepto es el miedo que inspira a los políticos autoritarios. Como testigo presencial y protagonista del debate que tuvo lugar en el Consejo Nacional del Movimiento, con motivo de la elaboración del preceptivo informe sobre el Proyecto de Ley para la Reforma Política, la procuradora en Cortes Belén Landáburu recuerda que la entronización del sufragio universal que contemplaba la norma era la principal preocupación de los políticos del búnker franquista. “La reunión no fue fácil ni muy pacífica”, confesaría Landáburu casi cuarenta años después, al asegurar que lo que resultaba insoportable para los próceres del franquismo era el hecho -contemplado por la ley- de que, en función del voto por sufragio universal, “la mayoría se convierte en instancia decisoria” (Iglesias, 2019: 180-181).

Al contrario de lo que se suele pensar, no fueron las republicanas las primeras parlamentarias en subir a la tribuna puesto que ese honor se lo debemos al dictador Primo de Ribera que constituyó una Asamblea Nacional, de carácter meramente consultivo (véase https://www.congreso.es/cem/primoriv), con un tercio de diputados y diputadas designadas. En el Parlamento de la dictadura (1927-1930) llegaron a sentarse en los escaños hasta 15 mujeres, que eran designadas y representantes de las actividades de la vida nacional—la pedagoga María de Maeztu entre ellas—, pertenecientes a organizaciones católicas, instituciones de beneficencia, concejalas y escritoras, de las cuales, solo una tomó la palabra en el hemiciclo. La pionera fue Concha Loring, marquesa viuda de Rambla, la primera mujer que intervino en un pleno y la suya fue la voz adelantada de color femenino que se emitió desde la tribuna de oradores del Palacio de las Cortes. No deja de constituir un hecho histórico la presencia de estas 15 parlamentarias, a pesar de que no se puede ignorar que, su designación por el dictador, haya sido “más un gesto cosmético, de puro interés electoralista, que una decisión reformista de calado”(…) “para contrarrestar los efectos del imparable avance de la sociedad de masas” (Benítez Palma, 2021: 182). Probablemente, Primo de Rivera pensara que la concesión de los escaños a estas mujeres no entrañaba riesgo alguno para sus objetivos, convencido de que ellas siempre apoyarían posiciones conservadoras.

Del voto conservador de las mujeres desconfiaban también muchos políticos y políticas republicanas cuando Clara Campoamor daba la batalla en el Parlamento por el voto femenino, con una convicción radical exenta de oportunismo. La historia y la realidad de los votos le dieron la razón a los detractores de la norma por el voto mayoritario a las derechas en las elecciones de 1933. Sin embargo, ocurrió todo lo contrario, en los siguientes comicios de 1933 cuando ganó el Frente Popular. Hay muchas interpretaciones de la derrota de las izquierdas que atribuyen este resultado al sistema electoral previsto en la Constitución republicana, que otorgaba grandes ventajas a la agrupación de candidaturas, como ocurrió con la CEDA en el 33 y el Frente Popular en el 36. “Presentarse a las elecciones en solitario fue un acto de suicidio”, afirma Gerald Brenan en alusión a los socialistas que fueron coautores del modelo electoral y también sus primeras víctimas porque, aunque mantuvieron la fidelidad de su electorado, al presentarse en solitario fueron castigados por el sistema. Para el hispanista británico, “el voto femenino desempeñó también su papel. En la clase media, muchas mujeres cuyos maridos votaban por los republicanos seguían los consejos del cura del lugar y votaban por las derechas. En la clase trabajadora fue diferente: allí las mujeres eran tan anticlericales como los hombres y, por esta causa, el voto socialista no se resintió” (Brenan, 2017: 360-361).

Regresamos de nuevo de este viaje al pasado del primer tercio del siglo para volver a comprobar cómo los avances se convierten en retrocesos, pasados los años. Después de que Franco plantara su bota en el hormiguero español -según metáfora de María Teresa León-, pasaron algunos años hasta que una mujer volviera a sentarse en el palacio de la Carrera de San Jerónimo, que abrió sus puertas tras la guerra en 1943. Allí estaban ya, privilegiadas por Franco, Pilar Primero de Rivera, hermana del fundador de la Falange, y Mercedes Sanz Bachiller, viuda de Onésimo Redondo, fundadoras, respectivamente, de la Sección Femenina y del Auxilio Social. Llegarían algunas más a lo largo de los 40 años de dictadura, hasta sumar 9 procuradoras en Cortes en la legislatura de 1971: 2 por designación del jefe del Estado; 3 consejeras nacionales del Movimiento; 1 en representación de la Administración Local y 3 electas por el tercio familiar. Las parlamentarias franquistas, en los estertores del régimen, también fueron protagonistas. Así, en las votaciones de la Ley para la Reforma Política – ya mencionada y de la que nace la convocatoria de elecciones generales de 1977 – de las 13 abstenciones que se registraron en las votaciones de las Cortes, tres fueron de procuradoras: Pilar Primo de Rivera, Mónica Plaza y Teresa Loring, descendiente de la histórica asambleísta de la dictadura de Primo de Rivera.

El rastro de las parlamentarias

El recorrido histórico de la presencia femenina en el Parlamento español nos permite seguir también la evolución de los derechos de las mujeres a lo largo de nuestra historia reciente y podemos comprobar que, si a principios del siglo XX existía una élite femenina de profesionales ilustradas, cuyo reflejo se proyecta más tarde sobre los escaños en la República, reaparecer el fenómeno con la llegada de la democracia en la legislatura constituyente (1977-1979). Las 21 diputadas y 6 senadoras que estrenaron sillón en el Congreso y el Senado al tiempo que la democracia eran, en su mayoría, claras representantes de una clase social privilegiada, casi todas universitarias y, muy buena parte de ellas, procedentes de las clases medias de reciente aparición o de un estrato social de familias ilustradas que permitieron e incluso incentivaron la formación intelectual de sus hijas. Con las excepciones de las dos políticas que retornaron del exilio (Dolores Ibarruri y Palmira Pla) y las dos socialistas de clase baja que se acreditaron como diputadas (Virtudes Castro e Inmaculada Sabater), las demás pertenecían a ese estatus social privilegiado que suele ser vanguardia de los cambios. Si bien, como dice María Antonia García de León, ellas eran “élites discriminadas” por ser mujeres y ocupar entonces un lugar secundario en el espacio público.

Desde ese instante fundacional de las mujeres en la democracia del 78, en ningún otro ámbito ha crecido y avanzado tanto la presencia e influencia femenina en la sociedad española como en la política. Los cambios legislativos facilitaron los avances de las más arriesgadas y luchadoras políticas hasta llegar a alcanzar la paridad en el Parlamento e incluso en el Gobierno, como ocurrió tras las elecciones de 2016. En otros sectores, puede ser mayor el porcentaje de participación, sobre todo en profesiones muy feminizadas, pero no es ni de lejos comparable el poder e influencia de ellas con el que todavía detentan los varones. Como ejemplo, tenemos muy reciente la huelga de las dependientas de unos grandes almacenes que piden su equiparación salarial a los mozos de almacén.

Siendo así la rápida carrera de las políticas en la sociedad española y otras consideradas avanzadas de nuestro entorno, el poder sigue identificándose con atributos masculinos. Como bien dice Mary Beard “no tenemos ningún modelo del aspecto que ofrece una mujer poderosa, salvo que se parece más bien a un hombre” y buena prueba de ello es el traje de chaqueta pantalón, la impostura de voces graves, tacones bajos y tantos recursos de los que se valen nuestras políticas para hacerse respetar. Así las cosas, tendremos que colegir -como nos apunta la feminista británica- que “si no percibimos que las mujeres están totalmente dentro de las estructuras de poder, entonces lo que tenemos que redefinir es el poder, no a las mujeres” (Beard, 2018: 85).

Dice la historiadora Pilar Folguera, en un acertado análisis de las circunstancias que permitieron el tránsito de la dictadura a la democracia, que “el desarrollo del movimiento feminista no puede analizarse al margen de los acontecimientos políticos que tuvieron lugar durante estos años y de las condiciones sociales que posee la población femenina durante este mismo periodo, al igual que no puede realizarse un estudio de la transición política y de la historia más reciente de nuestro país sin analizar la influencia que el feminismo y el cambio de actitudes del conjunto de mujeres y hombres han tenido en la misma”.

Una Historia inclusiva

Siguiendo el rastro del reguero de derechos que siembra la presencia de políticas parlamentarias, accedemos a un panorama de la historia inclusiva del proceso seguido desde la Constitución del 78 hasta la realidad actual. Las modificaciones de los Códigos Civil (1981) y Penal (1995) articularon un entramado jurídico garantista, liberal y moderno, aunque persistan incoherencias señaladas por ilustres constitucionalistas por haber sido ya entronizadas en la Constitución, como el delito de injurias a la Jefatura del Estado, la prevalencia del varón sobre la mujer en la sucesión a la Corona o el derecho a una educación religiosa de la que se derivan los Acuerdos del Estado con el Vaticano.

Antes de la profunda reforma de ambos textos legales, fue necesario acometer urgentes cambios parciales desde el primer momento para despenalizar supuestos delictivos antidemocráticos como el uso de anticonceptivos, el rapto, el adulterio, los derechos de sindicación y asociación, etc. Los delitos propios de las mujeres en la legislación franquista -a excepción de los anticonceptivos- no contaron con la atención de los firmantes de los Pactos de La Moncloa y tampoco se incluyeron en la Ley de Amnistía, de modo que ellas siguieron luchando por unos derechos que ellos ya habían conseguido. Las manifestaciones delante de la cárcel de mujeres, especialmente numerosas en Cataluña, y la acción solidaria de muchas abogadas -como Cristina Almeida- mantuvieron la pelea por beneficiar a las presas de los avances de la democracia, inicialmente previstos con perspectiva masculina.

Como bien decían las feministas de 1979, la Constitución no era en absoluto una respuesta inmediata a sus reclamaciones de igualdad sino más bien -como les explicaron Bustelo y Calvet en la campaña para el referéndum constitucional- una plataforma donde los derechos de las mujeres estaban reconocidos pero que no serían una realidad hasta el posterior desarrollo de las leyes. El primer testimonio de la tarea ingente que faltaba por arrostrar se evidencia con claridad en la intensa actividad desplegada por las Cortes constituyentes para desmontar el sistema franquista y construir un nuevo entramado legislativo, político y social democrático.

El agitado año 78

Ese primer parlamento constituido en 1977 tuvo que aprobar el Reglamento y articular un sistema de trabajo pues el modelo se construyó a partir de la nada. Por supuesto que su labor principal fue la elaboración de una Constitución y el obligado proyecto presupuestario, además de cumplir con las obligaciones de control al Gobierno y otros trabajos legislativos de su incumbencia. Sin embargo y pesar de todo ello, el año 1978 registra una producción legislativa excepcionalmente voluminosa -hasta ahora la más ingente- al haberse aprobado en ese año hasta 140 leyes (91 proyectos de ley y 50 reales decretos, www.congreso.es). Para evaluar la tremenda actividad laboral de las señorías constituyentes, baste recordar que le siguen en cantidad de normas aprobadas el año 1980 con 104 (96 leyes y 19 RD); el 1997, en los primeros gobiernos del PP que se hicieron 101 (72 leyes y 29 RD); el año 1982 con la llegada del PSOE al Gobierno que se aprobaron 92 (66 leyes y 26 RD). Recordemos que lo habitual no es alcanzar tales cifras y, como muestra, puede comprobarse lo que ocurre un año como el reciente, 2021, en el que se tramitaron y entraron en vigor un total de 65 normas (33 leyes y 32 RD), menos de la mitad de las de aquel agitado año 78 en el que ETA y los GRAPO asesinaban, perseguían y condicionaban la vida política de la ciudadanía y sus gobernantes.

Es comprensible que nos pareciera lenta la transformación del sistema en sus primeros pasos, debido a las ansias de cambio y libertad que la comunidad social española albergaba, cerrada ya la etapa del franquismo. Sin embargo, con la perspectiva que nos da el tiempo, podemos apreciar el avance constante que se ha producido en una tarea de muy difícil realización que, además, precisa de tiempo para su implantación. Uno de los protagonistas de esa primera tarea transformadora, el ex ministro centrista Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona, recuerda en sus memorias la certera metáfora utilizada por Dionisio Ridruejo en una carta a Franco en la que afirmaba: “El Régimen se hunde como empresa, pero se mantiene como tinglado”. De ahí, el gobernante de la UCD recuerde que a esta clase política de la transición le correspondió acometer la labor de terminar por arrumbar el tinglado franquista. “Con cautela se desmontaron bastantes tinglados y diversos cotarros con tantos cachivaches inservibles, unas veces a mano, otras con piqueta o con perforadora, nunca con explosivos (…) Había que discernir bien qué, cuándo y cómo se demolía, sin quedarse corto pero sin pasarse” (Ortega Díaz-Ambrona, 2021: 23).

Recordemos que los españoles no pudieron acceder al divorcio hasta 1981; el aborto sólo se despenaliza en algunos supuestos en 1985 y hubo que esperar a 2010 para que se reconociera el derecho de las mujeres a interrumpir su embarazo; conseguimos una sanidad pública y universal en 1989; La Ley de Dependencia de 2006 implanta un nuevo sistema de protección y cuidados a las personas en situación de dependencia para garantizar su autonomía; en 2005 se consagra el matrimonio entre personas del mismo sexo con plena equiparación de derechos con el de distinto sexo, lo que supone un hito histórico si tenemos en cuenta que ni siquiera existe una legislación estatal de parejas de hecho -sean homosexuales o heterosexuales, que se rigen por normas autonómicas. Diferentes leyes facilitan la existencia de familias no tradicionales, monoparentales, bisexuales, etc. La recientemente aprobada Ley de Eutanasia (2021) nos sitúa entre los países más avanzados en la materia al dar respuesta a una clara demanda de la sociedad actual.

Desmontaje y montaje

Para el desmontaje del tinglado era necesario sustituirlo por un sistema de libertades y democrático. Sumemos a la selección de normas, que forman el entramado legislativo que nos permite acercarnos a una “vida buena”, otros cambios que nos han transformado como colectivo para que la España actual poco se parezca a la de hace 50 años. La fortaleza y el empuje de las instituciones—partidos políticos, sindicatos, asociaciones, sociedades, medios de comunicación, empresas, poder judicial, etc.—ha permitido la aparición y consolidación de reformas que responden a la demanda de la opinión pública en cada momento de la historia, pues una democracia liberal no es sino un sistema de opinión pública.

La desaparición del servicio militar obligatorio, la famosa mili, en 2001, no sólo sepultó un vestigio del pasado sino que configuró unas fuerzas armadas mixtas, modernas y de alta operatividad, que las sitúan entre los países considerados como potencias medias de la OTAN y ofrecen una imagen más cerca de la solidaridad y el bien común que de la hostilidad tradicional. Este nuevo concepto de la defensa reconcilió a la ciudadanía con sus fuerzas armadas que, según refleja reiteradamente los estudios del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), es la institución mejor valorada por los españoles y españolas.

Junto con nuestra pertenencia a la Alianza Atlántica (1986), el ingreso en la Unión Europea (1985), entre los países pioneros de la Unión Monetaria Europea (1999) y el euro (2002) permitió a España estar presente en casi todos los foros internacionales.

Como fenómeno más llamativo por su trascendencia y velocidad, es obligado resaltar el acceso de las mujeres a todos los ámbitos y profesiones, lo que ha cambiado rotundamente el panorama social español, aunque sigan existiendo impenetrables techos de cristal y suelos de chapapote todavía por superar, por no hablar de la ignominiosa brecha salarial.

España es, sobre todo, un referente internacional en materia de lucha por los avances jurídicos en derechos entre mujeres y hombres, gracias, en primera instancia, a la Ley de Igualdad (2007) que ofrece una visión transversal de la realidad y articula las herramientas que deben garantizar un reparto equitativo y justo de deberes y derechos entre hombres y mujeres. Esta legislación pionera, que pasó a la historia con el reduccionista concepto de “ley de cuotas”, tiene la virtualidad de establecer mecanismos correctores del sesgo de género que persiste en todos los ámbitos de la sociedad e incluso en el subconsciente de las feministas más comprometidas, por mor de cientos de años de vivencias. Influida por este espíritu y contagiada por el principio de inversión de la prueba como elemento corrector, siguiendo directrices de la UE, se aprobó por unanimidad de las fuerzas políticas del Congreso de los Diputados la Ley contra la Violencia de Género (2004) que se ha visto posteriormente reformada para su constante adaptación y mayor eficacia. No obstante, está muy lejos de cumplir con sus objetivos y las violencias de todo tipo siguen azotando a jóvenes y mayores en todos los territorios y clases sociales sin que la sociedad haya encontrado un remedio eficaz. Lo cierto es que los malos tratos y las muertes de mujeres a manos de sus parejas son, numéricamente, inferiores a las de hace años pero la sociedad está mucho más sensibilizada y comprometida con esta lucha.

No es la violencia machista el único fracaso y motivo de preocupación por las carencias de la democracia española para resolver este grave problema, aún siendo nuestra legislación pionera y copiada por otros países avanzados. Lamentablemente, existe una asignatura pendiente que no nos permite la menor complacencia con esta realidad consumista e individualista en la que vemos a diario que, a medida que aumenta la riqueza, crece la desigualdad. Los ricos son cada vez más ricos y los pobres, más pobres.  El último informe Foessa (2022)[1] denuncia el incremento insoportable de personas en situación de exclusión social, como llamada de atención a una sociedad que se pretende justa, pero deja a cada vez más gente fuera del sistema y en desamparo. Sin duda, la desigualdad pulveriza la solidaridad porque ricos y pobres hacen vidas cada vez más alejadas y así se va destruyendo, poco a poco, lo que entendemos por bien común.

En resumen, el avance realizado por España en igualdad entre hombres y mujeres ha sido espectacular desde la llegada de la democracia. Pasamos de estar a la cola de Europa en derechos para las mujeres a situarnos por delante. Hemos dado pasos gigantescos aunque nos quede mucho por caminar.

Los datos son ilustrativos. En 2020, España se situó en sexto lugar de Europa y alcanzó una puntuación de 74,6 en el Índice Europeo de Igualdad de Género (IEIG)[2], en una escala que oscila entre “0” (máxima desigualdad) y “100” (plena igualdad). Esta puntuación demuestra que –pese a las mejoras– la sociedad española está todavía bastante lejos de obtener la plena igualdad entre hombres y mujeres, según los autores del estudio, que recuerdan que España está sólo ligeramente por encima del índice medio de la Unión Europea (66,3).

En cuanto a educación, que es la base para la plena realización de las mujeres, los datos podemos considerarlos buenos, pero sin triunfalismos. La alfabetización es prácticamente total (98,44%) y alcanza casi por igual a ambos sexos, pero, si hablamos de educación superior, ellas superan a los varones. Según datos de la UE a 27, estamos por encima de la media comunitaria con un 47% de mujeres y un 36,3% de hombres que alcanzan un nivel de formación superior.

Si la incorporación de las mujeres al mercado laboral puede considerarse casi completa, quedan todavía techos de cristal que romper y suelos pegajosos por borrar para eliminar las barreras de acceso a puestos de dirección, reducir la presencia mayoritaria de mujeres en el sector informal o con menor jornada, así como la eliminación definitiva de la brecha salarial. La reciente legislación que obliga a la paridad en los consejos de administración de las empresas dará el impulso necesario a esta carencia todavía vigente. Sin duda, la maternidad penaliza a las mujeres e impacta en su carrera profesional, como se puede comprobar en los datos del INE[3]: a medida que se incrementa el número de hijos menores de 12 años, disminuye la tasa de empleo femenina. Sin embargo, las medidas arbitradas para promover la conciliación familiar están dando resultados porque los varones se incorporan, poco a poco, a los cuidados de los hijos. El 86,9% de los hombres de entre 18 a 64 años interrumpieron su trabajo para cuidar de un hijo propio o de la pareja.

Si bien la realidad social ha experimentado una transformación con altibajos, los cambios en la legislación han sido más que considerables desde que los españoles aprobamos la Constitución. Las nuevas leyes del aborto y contra la violencia de género, así como de los derechos sexuales y reproductivos, se han contemplado como referentes de la lucha por la igualdad en el resto del mundo. Se ha perseguido a depredadores sexuales y perpetradores de la violencia machista con fórmulas novedosas que han tenido sus luces y sus sombras pero, sin duda, han logrado un éxito incontestable, al menos, en cuanto a la sensibilización de la opinión pública.

Bibliografía

Beard, Mary, Mujeres y Poder, Barcelona, Crítica, 2018.

Benítez Palma, Enrique, “La llegada de la mujer a la Carrera de San Jerónimo: un balance de las intervenciones de las integrantes de la Asamblea Nacional de Primo de Rivera (1927-1929)”, Feminismo/s, La mujer moderna de la Edad de Plata (1868- 1936): disidencias, invenciones y utopías. Dolores Romero López (coord.), 37, 2021, 161-186. URL: https://doi.org/10.14198/fem.2021.37.07

Brenan, Gerald, El laberinto español, Barcelona, Austral, 2017.

FOESSA, «Evolución de la cohesión social y consecuencias de la COVID-19 en España», Colección de Estudios 50, 2022, URL: https://www.caritas.es/main-files/uploads/sites/31/2022/01/Informe-FOESSA-2022.pdf, fecha de última consulta: 22/03/2023.

Iglesias, Magis, “Fuimos nosotras: Las primeras parlamentarias de la democracia”. Debate, 2019, 180-181.

León, M Teresa. La historia tiene la palabra. Noticia sobre el salvamento del tesoro artístico de España, Madrid, Endymion, 2009.

Ley 20/2022 de 19 de octubre de Memoria Democrática, URL: https://www.boe.es/buscar/act.php?id=BOE-A-2022-17099

Ortega Díaz-Ambrona, Juan Antonio, Las transiciones de UCD, Madrid, Galaxia Gutemberg, 2021.

Sandel, Michael J.,Justicia. ¿Hacemos lo que debemos?”. Debolsillo/Penguin Random House, Barcelona, 2018.

[1] FOESSA 2022, “Evolución de la cohesión social y consecuencias de la COVID-19 en España”. Colección de Estudios 50. (enlace)

[2] Instituto de las Mujeres, (enlace)

[3] Según la información del módulo de 2018 de la EPA sobre conciliación entre la vida familiar y la laboral

* Ángeles Iglesias Bello (Magis Iglesias) es una periodista española especializada en información política y parlamentaria. Fue la primera presidenta de la Federación de Asociaciones de Periodistas de España. De toda su obra destaca Fuimos nosotras, sobre las primeras parlamentarias de la democracia (2019).

Revista editada en Madrid por Teatrero del ITEM.
Registro Legal: M.17304-1980
ISSN(e): 3020-4062