Hemos matado a mamá: España y Oriente Medio

Alejandro Matrán*

Alejandro Matrán nos recuerda las raíces de la cultura hispánica y estas se sitúan de manera muy primordial en Oriente Medio, en zonas que años de desconocimiento y orientalización presentan como «otras» cuanto en realidad son «nuestras».

Por un momento pensamos en la ciudad de Bagdad. Esa ciudad de edificios grises, estatuas cayendo y un aire polvoriento que le da a todo un tono sepia. No hace falta describir mucho más pues, al fin y al cabo, ese es el cuadro que forma parte de nuestro imaginario colectivo desde que empezó la guerra en 2003. Una guerra en la que España estaba involucrada y que por desgracia puso a Irak en nuestro mapa, como si antes de que el trío de las Azores decidiera mancharse las manos, este fuera como mucho uno de esos países orientales.

«Ojalá hubieras visto esta ciudad en los años 80», me decía una profesora bagdadí una noche de Ramadán junto al río Tigris. Y es que sí, aunque parezca increíble, si había un motivo por el que Bagdad jugaba con esa gama de amarillos era por sus edificios bajos: espectaculares obras arquitectónicas de ladrillo claro con relieves y balcones adornados, techos curvos – únicos de las casas judías iraquíes –, y una luz especial.

La imagen que tenemos de Irak ahora es quizá fruto de las meteduras de pata de nuestros gobernantes. Pero eso no nos quita la culpa. En Occidente nos hemos conformado con un fragmento de realidad – en ocasiones poco real – que no hace justicia a toda esa parte de la historia que decidimos ignorar.

La invasión de 2003 no fue sin embargo el único enfrentamiento que los españoles tuvimos con Irak. Muchos lo hemos olvidado, en parte porque fue hace mucho tiempo pero también porque hemos encontrado conveniente desterrar de nuestro pensamiento ese periodo de la historia de España.

El antiorgullo andalusí

Hubo un momento, en que Bagdad era el centro del mundo. La ciudad vivía su momento más álgido. Era una ciudad de colores, jardines y mucha agua, centro del desarrollo tecnológico y literario. Contaba con algo que casi echamos de menos hoy en día: la llamada Casa de la Sabiduría, cuya biblioteca era dirigida por Al-Juarismi, aquel que nos trajo las matemáticas modernas. Era en ese momento cuando el Bagdad de los abasíes competía con la que entonces era nuestra capital: Córdoba.

Córdoba era otro centro intelectual de la historia medieval. Un centro de gran tolerancia, dentro de las limitaciones que cualquier sociedad de la época podía encontrar. Al igual que Bagdad, el califato establecido en Al-Ándalus ofreció al mundo un muy amplio abanico de recursos de todo tipo. Sin embargo, la narrativa construida durante los siglos ha calado hasta nuestros días y nos ha hecho pensar en todos estos personajes y sus descubrimientos como trofeos que no son nuestros. Si es que acaso nos acordamos de ellos, a menudo son vistos como logros de aquellos que habían ocupado la España que aún no existía. No éramos nosotros, eran ellos.

Y aquellos trofeos que sí nos interesan son arrancados de la matriz. Hasta tal punto ha llegado que incluso a nuestros cristianos más beatos se les olvida que Noé y Abraham nacieron en lo que hoy es Irak, Moisés y Aarón en Egipto, Jetró en Arabia y Jesús y otros tantos profetas en Palestina.

Pero antes de que el Califato de Córdoba funcionase de manera independiente, Al-Ándalus tenía capital en Damasco. Sí, Siria fue nuestra capital durante décadas. De nuevo, no nos acordamos. Tampoco nos acordamos de las colonias fenicias en la península pues ya están los romanos y los griegos, padres de la democracia, para eclipsar la influencia de estos comerciantes del Líbano que se asentaron en nuestra tierra. Y qué decir de los cartagineses del norte de África.

Son demasiados los enlaces entre España y lo que hoy entendemos como «mundo islámico» o «mundo árabe», términos que no han podido estar más manipulados a lo largo de la historia. Ambos se han utilizado indistintamente, emborronando sus definiciones para crear una visión simplista de este mundo realmente heterogéneo y complejo que se ha llevado por delante varios siglos de nuestra historia por nuestro enfermo orgullo. Parece como si se hubiera trazado una línea gruesa entre el mundo islámico y Europa. Una línea que uno cruza como si pasara de la primavera al invierno saltándose el verano y el otoño. ¿Es acaso posible?

Es cierto que la región MENAP ha sido el epicentro bélico – de lo más romantizado – de las últimas décadas. Eso no quita que uno pueda encontrar en estos países mucho más que conflictos. Es precisamente por su pasado que países como Irak, Siria o Egipto cuentan con un extremadamente complejo ambiente en todos sus aspectos: político, gastronómico, social, artístico, religioso… Quizá demasiado complejo para nuestro juicio perezoso.

Este mismo año lancé junto a una compañera libanesa la revista The New Middle East. Ella había vivido la guerra civil libanesa cuando era niña y yo había visto el producto de la guerra de Irak. Al llegar a Bagdad me di cuenta de que mi deseo de convertirme en corresponsal de guerra se había transformado en el de ser corresponsal de paz. La primera opción no merecía la pena pero la segunda no tenía espacio en los medios de comunicación.

Es muy romántica la imagen que Hollywood y otras industrias ofrecen de la guerra, de los corresponsales con casco y chaleco antibalas y los espías que se dan inteligentes puñaladas con una maravillosa banda sonora de fondo. Muchas veces se trata de propaganda – aquellos que han estudiado cuestiones de comunicación lo saben –, y otras, es mero entretenimiento – probablemente necesario –. Sin intención de aniquilar estas fantasías, nosotros tenemos otra labor.

Es necesario que, como consumidores, seamos conscientes de que esos productos no son más que eso: fantasía. El entretenimiento no debería ser capaz de congelar nuestra empatía. ¿Qué significa que te caiga una guerra encima? Quizá no podamos saberlo porque no vemos a Irak, Siria, Somalia o Afganistán como países donde vive la gente sino lugares en los que simplemente se sufre y no se puede aspirar a nada más. ¡Pobre gente! ¿Y si son cayera una guerra a nosotros? ¿Podríamos aspirar a algo más? ¿A qué?

¿Qué más da? Nos hemos acostumbrado a poner nuestros pensamientos sobre la región en la misma categoría que los que le dedicamos al entretenimiento en lugar de las categorías que le asignamos a cuestiones como nuestro bienestar, la política nacional, y otros pensamientos más humanos.

Flautas y mucho más

Es importante colaborar con una narrativa distinta que descongele nuestra empatía para reentender que el otro también es una persona y así reaparezcan los grises entre el minimalista blanco y negro u otras tonalidades fuera de la paleta sepia que tanto nos gusta. Si hay algo innegable de Oriente Medio es el color que tiene. Hay alegría, pasión, ternura y ganas de vivir y quien niegue esto puede empezar por lanzar alguna pregunta sobre cualquier tema que le preocupe.

¿Qué diferencia hay entre un cuscús marroquí y uno tunecino?¿hay discotecas en Siria? ¿cómo suena la poesía persa? ¿y la música egipcia? ¿qué ritmos tienen? ¿de dónde viene la palabra «algoritmo»? ¿cómo es una boda en Yemen? ¿existe la sanidad pública en Irak? ¿se vende alcohol en el Líbano? ¿acaso es España el único país que se siente orgulloso de su aceite de oliva? ¿son todos los países árabes musulmanes? ¿qué lenguas se hablan en Oriente Medio? ¿existe el feminismo árabe? ¿qué elementos de mi cultura son adoptados de esta región? ¿cómo hemos llegado a este punto? ¿de verdad somos tan diferentes? ¿de verdad no es posible sacar todo el jugo de la vida allí? No vale con asumir la respuesta. Hay que encontrarla.

Hace un par de años, pasaba la tarde con una amiga en Madrid. Por aquel entonces, ella estudiaba musicología y estaba escandalizada. Músicas del mundo era una de sus asignaturas pero, al parecer, el mundo se reducía al flamenco, Hispanoamérica, la percusión africana y al gamelán indonesio. «Mis compañeros alucinaban con que en Turquía tuvieran flautas», me comentaba. ¿Cómo podía ser que esa gente del desierto – porque así es el Oriente para nosotros: un desierto – tuviera algo en común con nosotros? ¿Cómo es posible que esa gente tenga sus propias formas de expresión artística?

Pues sí, flautas y mucho más. Y es cierto que el desierto y su inmensidad son clave pero también lo son los cedros libaneses, las marismas iraquíes, el Tigris, el Éufrates y el Nilo, la cordillera del Rif, el olor del café de Yemen, las flores de Irán, los oasis de la Península Arábiga, las palmeras –ay, las palmeras –, las danzas palestinas, los dátiles saudíes, el frío de las montañas kurdas…

A menudo me preguntan por qué razón me siento tan atraído por esa tierra. Lo cierto es que a mí me resulta extraño que alguien pueda no sentir apego, de hecho, me resulta extraño que alguien pueda querer maltratarla. En cualquier caso, para todos aquellos que quieran saber qué me hace vivir en esa parte del mundo y no a otra cualquiera, menos convulsa, les diré que, cuando viajo a Oriente Medio siento la capacidad, el superpoder, de retroceder en el tiempo. No en cuanto a valores y «progreso», como muchos apuntarían, sino en cuanto a volver al vientre y hacer como si todo esto no estuviera pasando. Como si fuera un sueño. Volver a ese momento en que la civilización estaba a punto de florecer entre los juncos mesopotámicos, el útero del mundo, y así quizá evitar todo este desastre que hemos armado.

La hemos liado

La idea ya innata de que aquellos que habitan en esta región se limitan a sobrevivir es tremendamente inhumana. Estos aquellos son personas que viven de acuerdo con su contexto y sus propias formas de expresión. A veces sorprende la facilidad con la que algunos, más de los que nos gustaría, encuentran el valor para juzgarlas.

Muchos hablarán de la falta de derechos para colectivos como las mujeres o los homosexuales, por ejemplo. Pero ¿qué ocurre si dejamos de obviar el pasado y buscamos la raíz de estos asuntos?

El caso de la homofobia, que tanto nos preocupa – y no es para menos –, es especialmente interesante pues no fue hasta los siglos XIX y XX cuando este asunto fue consolidado en la región durante la ocupación francesa y británica. Hasta entonces, si bien en teoría la homosexualidad estaba penada, en la práctica era tremendamente aceptada en todos los estratos sociales. Está documentado, por ejemplo, que tanto el califa omeya de Córdoba, Al-Hakam II, como el abasí de Bagdad, Al-Amin, eran abiertamente homosexuales.

La poesía sufí ofrece también numerosas referencias a las relaciones entre personas del mismo sexo. Aunque la ambigüedad con la que se habla del tema ha dado a entender que estas metáforas románticas tienen más que ver con el amor espiritual por Dios que con las relaciones terrenales, el hecho de que se hubieran dejado de lado las referencias femeninas utilizadas por los poetas en el pasado para hablar de amantes varones evidencia la normalidad con la que se entendían las relaciones entre hombres por aquel entonces.

Fue, por lo tanto, la ocupación europea la que exportó a Oriente – no solamente los países árabes sino a gran parte de sus territorios, incluyendo Persia y la India – este nuevo acercamiento intolerante que ahora juzgamos como si poco tuviera que ver con Occidente y su pasado colonial.

Cuestiones como esta difuminan esa gruesa línea que tanto nos empeñamos en enfatizar para reafirmarnos en nuestra posición de buenos contra los misteriosos y peligrosos tiranos orientales a los que tanto estudio y esfuerzo les dedicaba Edward Said. Parece que en lugar de desatar el mitológico nudo gordiano a las puertas de Oriente tratamos de apretarlo más y más, nos imponemos e impedimos la relajación necesaria para el diálogo y el mutuo entendimiento.

Aunque parezca paradójico, allí, donde nos hemos empeñado en hacer la guerra, yo encuentro la paz. Me entran ganas de tumbarme boca abajo, abrazar el suelo caliente y llenarme la boca de tierra vieja en silencio. Después de ver el desastre que hemos provocado en todos los rincones de nuestra casa, lo único que nos queda es volver con mamá, llorar y pedir perdón.

Por fortuna, el colonialismo no pudo llevarse todo el oro de esta región. Su gente sigue allí, sus platos, su música y su poesía permanecen y, lo más importante, el tiempo también pasa, llevando consigo algunas cosas y trayendo otras nuevas para seguir exprimiendo la vida. Ojalá juntos.

* Alejandro Matrán es un periodista español especializado en conflictos, fotografía y documentales desde el terreno. Junto a la analista político franco-libanesa Christiane Waked se lanzó la revista digital The New Middle East donde "mostrar una imagen diferente de una región castigada por los medios desde hace décadas".

Revista editada en Madrid por Teatrero del ITEM.
Registro Legal: M.17304-1980
ISSN(e): 3020-4062